Mensaje de Navidad de los obispos

«ENSANCHA EL ESPACIO DE TU TIENDA»
Isaías 54, 2

Cada año, el tiempo de Adviento nos invita a comprender la triple dimensión de nuestra espera. Como las ondas que provoca una piedra que arrojamos en un estanque de aguas tranquilas, en un lago con su superficie hecha un espejo… ellas se expanden casi sin límites:

  • El pasado nos invita a recordar con el don de la FE, el paso de Dios por nuestra historia; la espera del Mesías de parte del Pueblo elegido, tal como lo había anunciado mucho tiempo antes por boca de sus santos profetas. Su llegada no fue buena noticia para los potentes del tiempo, reyes títeres o emperadores lejanos. Finalmente, Juan Bautista lo señaló como el “Cordero de Dios”;
  • Vivimos con los creyentes en Cristo este tiempo presente, a las puertas de una nueva Navidad, acogiendo las constantes visitas que providencialmente el Señor nos hace por su AMOR.
  • Con toda la humanidad abrimos el corazón con ESPERANZA mirando el futuro anhelando la llegada de una Paz definitiva.

¡Sí! Como también lo proclama María en su Magnificat, confesamos que el Todopoderoso «Socorrió a Israel, su servidor, acordándose de su misericordia» (Lucas 1, 54).

Ya en el Deuteronomio leemos: «El Señor se prendó de ustedes y los eligió, no porque sean el más numeroso de todos los pueblos. Al contrario, tú eres el más insignificante de todos» (7, 7).

Poco a poco, en diversos momentos de la historia de su Pueblo, el Señor anima a su pueblo a mirar más alto, más lejos, con mayor amplitud y profundidad. Dios exhorta a descubrir el sentido de esa elección con una imagen típica de los tiempos del Éxodo de la esclavitud de Egipto y del regreso a la Tierra prometida después del Exilio: «¡Ensancha el espacio de tu carpa, despliega tus lonas sin mezquinar, alarga tus cuerdas, afirma tus estacas!» (Isaías 54, 2).

Jeremías lo expresa de la misma manera: «Mi carpa ha sido devastada y se han roto todas mis cuerdas. Mis hijos me dejaron, ya no están más, no hay nadie que despliegue mi carpa y levante mis toldos. Porque los pastores se han vuelto necios y no han buscado al Señor: por eso no han obrado con acierto y se ha dispersado todo su rebaño» (20, 20 – 21).

¡Así es, así sea, así será!: «Todas las naciones que has creado vendrán a postrarse delante de ti y glorificarán tu Nombre, Señor» (Salmo 86, 9). Los salmos nos ayudan a comprender la universalidad que –seminalmente- se abraza en la misma elección del Pueblo de la Alianza, de Jerusalén, de su Templo.

Leemos en el Libro de Isaías: «Y ahora, ha hablado el Señor, el que me formó desde el seno materno para que yo sea su Servidor, para hacer que Jacob vuelva a él y se le reúna Israel. Yo soy valioso a los ojos del Señor y mi Dios ha sido mi fortaleza. Él dice: “Es demasiado poco que seas mi Servidor para restaurar a las tribus de Jacob y hacer volver a los sobrevivientes de Israel; yo te destino a ser la luz de las naciones, para que llegue mi salvación hasta los confines de la tierra”» (Isaías 49, 5-6).

Y más adelante: «¡Levántate, resplandece, porque llega tu luz y la gloria del Señor brilla sobre ti! Porque las tinieblas cubren la tierra y una densa oscuridad, a las naciones, pero sobre ti brillará el Señor y su gloria aparecerá sobre ti. Las naciones caminarán a tu luz y los reyes, al esplendor de tu aurora. Mira a tu alrededor y observa: todos se han reunido y vienen hacia ti; tus hijos llegan desde lejos y tus hijas son llevadas en brazos» (Isaías 60, 1-4).

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Nuestro presente aparece incierto, doloroso y muy difícil de comprender y asumir. Al mismo tiempo este «hoy» nos anima a celebrar una nueva Navidad. No lo hacemos exclusivamente haciendo memoria de la Historia de Israel. El Amor de Dios, amor de amistad con el que Él nos ama, dilata aún más el espacio de la tienda de Jacob. Esa “tienda” se ensancha para todos los que creemos que Jesús es el Mesías esperado. Con la Iglesia Católica –que significa «Universal»- todos los cristianos de diversas comunidades celebramos en este 2022 el Nacimiento de Cristo, el Mesías, el Ungido, el Elegido.

«Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado. La soberanía reposa sobre sus hombros y se le da por nombre: “Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz”» (Isaías 9, 5).

San Pablo, es consciente de la fidelidad de Dios a sus promesas porque no ha rechazado al Pueblo que eligió de antemano. Sin embargo, comparte con una de sus comunidades más amadas, el modo como su encuentro con Cristo ha dilatado su mirada, su corazón, su predicación:

«Pero todo lo que hasta ahora consideraba una ganancia, lo tengo por pérdida, a causa de Cristo. Más aún, todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a él, no con mi propia justicia -la que procede de la Ley- sino con aquella que nace de la fe en Cristo, la que viene de Dios y se funda en la fe. Así podré conocerlo a él, conocer el poder de su resurrección y participar de sus sufrimientos, hasta hacerme semejante a él en la muerte, a fin de llegar, si es posible, a la resurrección de entre los muertos. Esto no quiere decir que haya alcanzado la meta ni logrado la perfección, pero sigo mi carrera con la esperanza de alcanzarla, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús» (Filipenses 3, 7-12).

Esta fecunda experiencia le regala al Apóstol un nuevo horizonte en la búsqueda de la paz que -como el salmista- anhelaba con toda su alma: «Apártate del mal y practica el bien, busca la paz y sigue tras ella» (Salmo 34,15).

Pablo la encontró en Jesús: «Porque Cristo es nuestra paz; él ha unido a los dos pueblos en uno solo, derribando el muro de enemistad que los separaba y aboliendo en su propia carne la Ley con sus mandamientos y prescripciones. Así creó con los dos pueblos un solo Hombre nuevo en su propia persona, restableciendo la paz, y los reconcilió con Dios en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, destruyendo la enemistad en su persona. Y él vino a proclamar la Buena Noticia de la paz, paz para ustedes, que estaban lejos, paz también para aquellos que estaban cerca» (Efesios 2, 14-17).

La Esperanza amplía los límites personales y comunitarios para que podamos así comprender juntos «Cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, ustedes podrán conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, para ser colmados por la plenitud de Dios» (Efesios 3, 18-19).

Esta novedad de Cristo abre más y más los horizontes de nuestra mirada, de nuestro corazón, de nuestras palabras. Por Él, con ÉL y en ÉL, comprendemos cómo todos los hombres y mujeres de buena voluntad buscan la paz, corren tras ella.

La Carta a los Hebreos nos exhorta a comprender el don de la Fe con la dirección que a ésta le brinda la Esperanza: «Ahora bien, la fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven» (11,1).

En este tiempo estival, a lo largo y a lo ancho del extenso territorio de nuestra arquidiócesis, el campo se viste con los colores de las cosechas (ahora la “fina”, a su debido tiempo, Dios mediante, será la “gruesa”). Más allá de los avatares o sorpresas del clima (tras una sequía más o menos prolongada y algunas lluvias oportunas) se contempla en los cruces de caminos las cuadrillas de trabajadores con sus casillas, tractores, tolvas, acoplados, cosechadoras…; también los camiones -a través de las rutas- más variadas llevan a diversos destinos el fruto de la tierra y del trabajo humano… Un desahogo que nos invita a mirar al cielo con las siempre renovadas expectativas: ¡que las cosas mejoren para todos!

Pero, contemplando la realidad desde lo más profundo de nuestro corazón, sabemos que respecto a la vida presente es vano tener esperanzas; respecto a ella se tienen deberes y expectativas funcionales y momentáneas; ¡las esperanzas son para el más allá!

Quiera Dios, sembrar su buena simiente en la oscuridad de nuestras “grietas” para que, en dichos surcos, las crisis o pruebas no se transformen en inútiles y estériles conflictos. Que las diferencias asumidas sean providenciales barbechos de Justicia y Paz. Que podamos atesorar y contemplar las “semillas del Verbo” (de la Palabra) que brotan desde nuestro pasado acunadas por la Fe; semillas que germinan en el presente asumido y sanado con Amor y que brindarán una cosecha generosa en el futuro preñado de Esperanza.

Estas huellas de la presencia de Dios resultan signos providenciales de su infinita misericordia. Nos invitan a descubrir en todo: lo bueno, lo verdadero, lo bello y -por lo tanto- la Bondad, Verdad y Belleza de quien es «la Imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación, por quien fueron creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra (…) porque todo fue creado por Él y para Él. Él existe antes que todas las cosas y todo subsiste en Él. Él es también la cabeza del Cuerpo, es decir de la Iglesia» (Colosenses 1, 15-18).

Sí «Yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta?» (Isaías 43, 19). El Apocalipsis nos lo revela con la luminosidad y la fuerza de la Palabra que recapitula la entera revelación: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Apocalipsis 21, 5).

Descubriremos también en Cristo –Alfa y Omega; Principio y Fin- que solamente en la entrega generosa del servicio podremos dar frutos definitivos de Paz.

«Les aseguro que, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna» (Juan 12, 24 – 25).

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Hace 44 años, el 8 de diciembre de 1978, San Juan Pablo II publicaba su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz (1º de enero de 1979). Dicho texto concluía de la siguiente manera:

“La paz es obra nuestra: exige nuestra acción decidida y solidaria. Pero es inseparablemente y por encima de todo un don de Dios: exige nuestra oración. Los cristianos deben estar en primera fila entre aquellos que oran diariamente por la paz; deben además educar a orar por la paz. Ellos procurarán orar con María, Reina de la paz. A todos; cristianos, creyentes y hombres de buena voluntad les digo: no tengan miedo de apostar por la paz, de educar para la paz. La aspiración a la paz no quedará nunca decepcionada. El trabajo por la paz, inspirado por la caridad que no pasa, dará sus frutos. La paz será la última palabra de la Historia”.

Muy queridos hermanos y hermanas: Los saludamos y bendecimos en esta Solemnidad mariana de la Inmaculada Concepción. En esta fiesta celebramos la Providencia de Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo que nos ha bendecido en Cristo «y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor» (Efesios 1, 4).  También hoy, en todos nuestros templos y capillas, en las casas de familia y no pocos lugares públicos, preparamos con serena alegría nuestros pesebres.

¡Les deseamos muy Feliz Navidad y un Año Nuevo fecundo de cosas buenas, verdaderas, bellas ¡cosas de Dios!

Fraternalmente en Cristo y María Inmaculada, Madre de la Merced

Bahía Blanca, 8 de diciembre, 2022

Mons. Jorge Luis Wagner 
Obispo Auxiliar

+ Fray Carlos Alfonso Azpiroz Costa OP
Arzobispo de Bahía Blanca