Mensaje de Fray Carlos con ocasión de la solemnidad del Bautismo del Señor

escudo azpiroz

A†M
Al querido Pueblo fiel de la Arquidiócesis de Bahía Blanca

12 de enero de 2020
Fiesta del Bautismo del Señor

Queridos hermanos en Cristo:

Deseaba enviarles esta carta antes de la Navidad. No obstante, esta iniciativa fue posponiéndose debido a diversas tareas pendientes, acontecimientos, reuniones diocesanas y de la Conferencia Episcopal, celebraciones en diversas comunidades de nuestra extensa diócesis de Bahía Blanca (especialmente la administración del Sacramento de la Confirmación), etc.

Reflexionando a la luz de la liturgia del Adviento y la Navidad, a la luz de la Fiesta del Bautismo del Señor, permítanme hilvanar algunos textos ligados a la figura de San Juan Bautista. El fin de un año y comienzo de otro ofrece siempre una ocasión para la reflexión, el discernimiento y oportunas decisiones. Los saludos y deseos propios de las Fiestas así lo expresan.

¿Quién eres tú?
¿Qué dices de ti mismo?
Juan 1, 19. 22

 

¿Qué debemos hacer entonces?
Lucas 3, 10. 12. 14

El nacimiento de Juan Bautista está rodeado de misterio. Dios interviene con una promesa a Zacarías y el seno de Isabel engendra vida cuando ya no era previsible según los parámetros o estándares humanos. También la imposición de su nombre esconde sorpresas, Juan significa “El fiel a Dios” o “Dios es favorable”. La gente ante estas cosas se preguntaba ¿Qué llegará a ser este niño? (Lucas 1, 66).

Todos nos hemos preguntado por nuestra vocación, otros también se han preguntado por ella (cómo se gestó, cómo nació, etc.) o nos lo han preguntado también.

Los evangelios nos regalan un perfil del Precursor, en su modo de vestir, su modo de vivir, su austeridad, su lenguaje directo, sin vueltas, su predicación. Él era así y la gente lo sabía. No actuaba ni exigía a los demás lo que él no podía, no sabía o no quería vivir.

Su mensaje era para todos y al escucharlo y ver su modo de obrar, también todos –la gente, los publicanos, los soldados- se acercaban para preguntarle: ¿Qué debemos hacer? (cf. Lucas 3, 10. 12. 14). Es la pregunta que también muchos –conmovidos profundamente por la predicación después de Pentecostés- harán a Pedro y a los otros Apóstoles: Hermanos ¿Qué debemos hacer? (Hechos 2, 37). Es la pregunta que muchos nos hacen en las situaciones más variadas que en la vida aparecen…

Son preguntas que todos nos hacemos en momentos claves de la vida, momentos vocacionales: ¿Qué llegaremos a ser?, ¿qué debemos hacer?

Volviendo a los evangelios, sorprenden también las preguntas de los sacerdotes y levitas que -enviados desde Jerusalén- formulan a Juan: ¿Quién eres tú? Las respuestas del profeta son casi todas, digamos, “negativas”: Yo no soy el Mesías; no soy Elías; no soy el Profeta (cf. Juan 1, 19 – 21).

Ante esta –digamos- “auto percepción” aparentemente “negativa” de Juan, vienen a mi mente textos de Santa Catalina de Siena, Doctora de la Iglesia, en el Diálogo y en su biografía escrita por uno de sus confesores. El Señor revela a la Santa Doctora de la Iglesia: “Yo soy el que soy, tú eres la que no eres” (Cf. Diálogo nn. 18, 134; cf. Beato fray Raimundo de Capua OP, Leyenda sobre Santa Catalina de Siena, cap. X).

La revelación a Moisés del Nombre de Dios –Yo soy el que soy– (Éxodo 3, 14) manifiesta también el sentido más profundo de nuestra existencia y de nuestra vocación. Juan tiene esa certeza, el confesar lo que “no es”, revela a Aquel de quien nos viene la misma existencia y toda vocación. Bien escribía San Pablo a los Gálatas hablando de la necesidad de la gracia y de la mutua ayuda: Si alguien se imagina ser algo, se engaña, porque en realidad no es nada (6, 3).

Siguiendo el pasaje del Evangelio de Juan, los delegados de Jerusalén insisten: ¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo? Él les dijo, citando a Isaías: Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor (Juan 1, 22 s.; cf. Isaías 40, 3).

Pido al Señor nos ayude siempre a descubrir esa identidad, el secreto de nuestra vocación sostenidos por Aquel que “es” y no por quienes creemos, quisiéramos o pretendiéramos ser.

Nadie puede atribuirse nada que no haya recibido del cielo
Juan 3, 27

Sin pretender forzar los textos evangélicos pienso muchas veces en los lemas que a veces elegimos (o el Espíritu nos inspira elegir) en momentos claves de nuestra vida en los más diversos órdenes (civil, profesional, docente, laboral, eclesial). Solemos citar frases aprendidas de nuestros padres, abuelos, o de aquellos que nos han enseñado la sabiduría de la vida; próceres, filósofos o hombres y mujeres sin “títulos” que –justamente- eran verdaderos sabios. Hay dos frases de Juan Bautista en las que suelo detenerme, especialmente en estos años que venimos transitando juntos.

La primera es: Nadie puede atribuirse nada que no haya recibido del cielo (Juan 3, 27). San Pablo nos ofrece en esa misma perspectiva algunas preguntas: ¿Qué tienes que no hayas recibido? (…) ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? (1 Corintios 4, 7).

Desde esta realidad que San Juan Bautista constata notamos su grandeza, una aproximación al misterio de la gracia que –después- será revelado en Jesucristo. Esta mirada preñada de humildad lo lleva a pronunciar, en esa misma discusión acerca de la purificación entre sus discípulos y un judío, otra frase: Es necesario que él crezca y que yo disminuya (Juan 3, 30).

En situaciones que la vida nos presenta, también en la vida eclesial, uno se pregunta ¿Hasta cuándo uno debería disminuir para que el Señor crezca? ¿Cuál es la “medida”? En el hijo de Zacarías e Isabel, consuela descubrir que él mismo reconoce: En las bodas, el que se casa es el esposo; pero el amigo del esposo, que está allí y lo escucha, se llena de alegría al oír su voz (Juan 3, 29).

Leyendo los cuatro relatos evangélicos, todos hacen referencia al Bautismo del Señor con pinceladas, acentos y detalles diversos. En el relato de San Juan, es el mismo Bautista quien ofrece su testimonio: He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él (…) Yo lo he visto y doy testimonio de que Él es el Hijo de Dios (Juan 1, 32. 34).

Fue al día siguiente cuando Juan Bautista -mirando a Jesús que pasaba- dijo: Este es el Cordero de Dios (Juan 1, 36). Los anteriores profetas hablaban de “aquel día” como lanzando al futuro las razones de la esperanza. A San Juan el Precursor le toca señalarlo, como un amigo al Esposo: ¡Es Él! (y no “yo”); así no se reconoce ni siquiera digno de desatar las correas de sus sandalias…

¿Eres tú el que tenía que venir o debemos esperar a otro?
Mateo 11, 3

Juan oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo y es él ahora quien envía a dos de sus discípulos a preguntarle a Jesús acerca de su misión…

Al comenzar a leer el capítulo 11 de San Mateo, nos podemos preguntar: ¿qué ha pasado? ¿el que bautizó a Jesús está dudando? ¿o acaso son sus discípulos los que dudan llevándole a la cárcel relatos, cosas vistas o intuidas, dimes o diretes, chismes o cuentos? ¿Y el testimonio del mismo Bautista acerca de “Aquel que ha de venir”? Sorpresa, confusión, desazón… ¿suya? ¿de sus propios discípulos? ¿desilusión por ver que Jesús –el Mesías- no se comporta tal como “debía” hacerlo? (Basta leer los textos evangélicos para notar el tono de la predicación de Juan: la ira de Dios que se acerca, el hacha lista para cortar, la horquilla pronta para limpiar la era, echar al fuego a quien no produce buenos frutos, etc.). ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué es lo que le pasa?… ¿Qué les pasa a los discípulos de San Juan Bautista? (¿Qué nos pasa cuando esa misma pregunta viene desde nuestro corazón?: ¿Eres tú… o debemos esperar a otro?)

Así como los delegados de Jerusalén le habían preguntado a Juan acerca de su misión, ¡ahora es él, el amigo, quien –desde la prisión- pregunta al “Esposo” acerca de la suya!

Él no era la luz, sino el testigo de la luz
Juan 1, 8

No comprendemos a veces al Señor; no comprendemos lo que Él quiere de nosotros o nos está pidiendo a cada uno, a cada familia, a cada comunidad, etc.; quizás no comprendemos sus mediaciones; tampoco el mismo actuar de la Iglesia y de aquellos que debieran juzgar prudencialmente, discernir, ponderar, valorar, decidir. Preguntamos o enviamos ‘delegados’ o ‘interlocutores’ que intercedan por nosotros ante aquello que no nos conforma, o parece no confirmarnos en nuestro camino ¡no logramos o no podemos entender qué pasa o qué nos pasa! ¡Nos llegan tantas voces de afuera!

Sin demasiados rodeos o explicaciones, el Señor respondió a los discípulos de Juan –un Profeta- refiriéndose al testimonio de sus obras con palabras también proféticas: un tejido preciso y precioso de citas de Isaías, ¡son los signos característicos de los tiempos mesiánicos! (Isaías 26, 19; 29, 18 – 19; 35, 5 – 6; 61, 1).

Los discípulos de Juan se marchan y el Señor habla directamente a la multitud: ¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes. ¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta. Él es aquel de quien está escrito: Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino. Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y -sin embargo- el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él (Mateo 1, 7 – 11).

El Prólogo de San Juan –proclamado varias veces en el tiempo de Navidad- nos ayuda a comprender esta realidad vocacional: Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino el testigo de la luz (Juan 1, 6-8).

San Agustín completa bellamente esta comparación: Juan, es la voz, pero el Señor era la Palabra. Juan era una voz pasajera, Cristo la Palabra eterna desde el principio. Suprime la Palabra, y ¿qué es la voz? Donde falta la idea no hay más que un sonido. La voz sin la palabra entra en el oído, pero no llega al corazón (Sermón 293, 3).

 

Es necesario que Él crezca y que yo disminuya
Juan 3, 30

Los tres evangelios sinópticos nos hablan de la muerte de Juan el Bautista. Quizás sea Marcos quien nos ofrece mayores detalles (cf. 6, 17 – 29). Herodes había encarcelado a Juan. El rey quedaba perplejo cuando lo oía; lo protegía, respetaba y escuchaba con gusto, sabiendo que era un hombre justo y santo. Pero en el día de su cumpleaños hubo fiesta, muchos invitados y baile… Una serie de acciones apresuradas, sin pausa y sin sentido aparente, manifestaron aspectos propios del corazón humano, tortuoso y enfermo: la danza de una joven adolescente que no sabe qué pedirle a la vida; el odio de una mujer que solamente desea en bandeja la cabeza de su ‘enemigo’; un rey corrupto que no teme jurar en público y prefiere descartar una persona antes que quedar mal ante los obsecuentes de siempre.

“Bailamos” sin saber por qué: alimentamos odios sin sentido alguno; somos dóciles a los obsecuentes sin medir palabras ni acciones… temiendo más el qué dirán de los amigos ¡o amigotes! antes que a Dios.

¿Qué sentido tuvo esa muerte? Juan Bautista no es martirizado –digamos- por predicar a Cristo Resucitado (como Pedro, como Pablo, como los otros Apóstoles o tantos mártires a lo largo de los siglos). Juan no “se hace la víctima” ni “se victimiza”; él es víctima de la sinrazón humana, del rencor, la revancha y el resentimiento.

 

Irás delante del Señor preparando sus caminos
Lucas 1, 76

Una cosa es clara en la vocación del Bautista. Lo dice proféticamente su mismo padre, Zacarías, lleno del Espíritu Santo, en el Benedictus que rezamos en la Liturgia de las Horas cada mañana al iniciar una nueva jornada: Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de los pecados (Lucas 1, 76 s.). Esa era su misión y por ella ofreció su vida. El sentido por el cual celebramos su santidad manifestada en su nacimiento, en su vida, en su muerte.

El Papa Francisco en la Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate (19 de marzo de 2018) nos alerta –en el Capítulo segundo- acerca de dos sutiles enemigos de la santidad: el «gnosticismo» (una mente sin Dios ni carne; una doctrina sin misterio; un modo de pensar sin tener en cuenta los límites de la razón) y el «pelagianismo» (la voluntad sin humildad; la justificación o salvación por las propias fuerzas, la adoración de la voluntad humana y de la propia capacidad o mérito). En definitiva: la tentación de olvidar el primado de las virtudes teologales -la obra de Dios en nosotros- que nos impulsa a fijar nuestra mirada sobre su rostro y del hermano.

La vida de la Iglesia (y de sus comunidades), en contra del impulso del Espíritu, puede convertirse en una pieza de museo o en una posesión de pocos. Esto ocurre cuando damos excesiva importancia al cumplimiento de determinadas normas propias, costumbres o estilos (que por otra parte muy pocos cumplen en espíritu y verdad, pero sí hacemos cumplir a los demás). De esa manera, se suele reducir el Evangelio, quitándole su sencillez y su sal. Podemos someter la vida de la gracia a meras estructuras humanas. Esto afecta a nuestros grupos, movimientos y comunidades, y es lo que explica por qué tantas veces se puede comenzar con una intensa vida en el Espíritu, pero luego podemos terminar fosilizados… o incluso corruptos (Cf. Gaudete et exsultate n. 58).

Por pensar que todo depende del esfuerzo humano encauzado por normas y estructuras eclesiales, vamos complicando el Evangelio y nos volvemos esclavos de un esquema que deja pocos resquicios para que la gracia actúe. Santo Tomás de Aquino nos recordaba que los preceptos añadidos al Evangelio por la Iglesia deben exigirse con moderación «para no hacer pesada la vida a los fieles», porque así «se convertiría nuestra religión en una esclavitud» (Summa Theologiae I-II, q.107, a.4.).

Es sano recordar frecuentemente que existe una jerarquía de virtudes, que nos invita a buscar lo esencial. El primado lo tienen las virtudes teologales, que tienen a Dios como objeto y motivo. Y en el centro está la caridad. Dicho con otras palabras: en medio de la tupida selva de preceptos y prescripciones, Jesús abre una brecha que permite distinguir dos rostros, el del Padre y el del hermano. No nos entrega dos fórmulas o dos preceptos más. Como nos lo recuerda el Papa Francisco: nos entrega dos rostros, o mejor, uno solo, el de Dios que se refleja en muchos. Porque en cada hermano, especialmente en el más pequeño, frágil, indefenso y necesitado, está presente la imagen misma de Dios.

¡Que el Señor nos libre y guarde de cualquier forma de gnosticismo y de pelagianismo que nos complican y detienen en nuestro camino eclesial hacia la santidad!

 

Para hacer conocer a su Pueblo la salvación mediante el perdón de los pecados
Lucas, 1, 77

Agradezco mucho la paciencia que me han tenido llegando hasta aquí… Anidan en nuestros corazones las palabras del anciano Zacarías, el padre de Juan Bautista. Él rompiendo su silencio cantar su acción de gracias y señala proféticamente el sentido final de la vocación de su hijo pequeño: anunciar a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados.

Deseo finalmente despedirme con las palabras de otro “Juan Bautista”, Juan Bautista Montini, San Pablo VI, quien al finalizar sus ejercicios espirituales anuales, pocos años antes de su muerte, escribió la célebre “Meditación ante la muerte”[1].

En esas páginas, expresó un renovado propósito de vida en tiempos muy difíciles para el mundo, la Iglesia y para él mismo débil por su enfermedad. Este escrito pareciera estar datado a mediados de los años ’70; él falleció el 6 de agosto de 1978.

Casi al final del texto, podemos leer estas palabras que personalmente rumio una y otra vez en las más diversas situaciones que la providencia me permite vivir: Y luego, finalmente, un acto de buena voluntad: no mirar más hacia atrás, sino cumplir con gusto, sencillamente, humildemente, con fortaleza, como voluntad tuya, el deber que deriva de las circunstancias en que me encuentro… Seguidamente expresa un bello compromiso: Hacer pronto. Hacer todo. Hacer bien. Hacer gozosamente: lo que ahora Tú quieres de mí, aun cuando supere inmensamente mis fuerzas y me exija la vida.

Entreviendo entre los gozos y esperanzas, tristezas y angustias, el momento de su propia muerte, se refiere a la Iglesia de esta manera única:  Ruego al Señor que me dé la gracia de hacer de mi muerte próxima don de amor para la Iglesia. Puedo decir que siempre la he amado; fue su amor quien me sacó de mi mezquino y selvático egoísmo y me encaminó a su servicio; y para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese; y que yo tuviese la fuerza de decírselo, como una confidencia del corazón que sólo en el último momento de la vida se tiene el coraje de hacer. Quisiera finalmente abarcarla toda en su historia, en su designio divino, en su destino final, en su compleja, total y unitaria composición, en su consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos, en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo místico de Cristo. Querría abrazarla, saludarla, amarla, en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla. También porque no la dejo, no salgo de ella, sino que me uno y me confundo más y mejor con ella: la muerte es un progreso en la comunión de los Santos.

Queridos hermanos, las bendiciones de Dios vengan sobre todos ustedes; tengan conciencia de su vocación y misión; tengan sentido de las necesidades verdaderas y profundas de la humanidad; y caminen pobres, es decir, libres, fuertes y amorosos hacia Cristo.

Hemos concluido el año 2019 con el don de la consagración de Mons. Jorge Luis Wagner como Obispo Auxiliar. Que el Buen Pastor Resucitado nos regale a través de Jorge muchas cosas verdaderas, buenas y bellas ¡Cosas de Dios!

A partir del pasado 8 de diciembre, estamos celebrando el Año Mariano Nacional, con el lema “Con María, servidores de la esperanza”. Que Ella, Madre del Pueblo, esperanza nuestra, Señora de la Merced, gracias a la misericordiosa ternura de nuestro Dios, nos cuide y proteja con el mismo cariño que brindó a Jesús en su seno virginal; en la pobreza del pesebre de Belén; en la sencillez de la casa familiar de Nazaret; en el camino hacia Jerusalén; hasta llegar al pie de la Cruz; finalmente en el Cenáculo, acompañó a los Apóstoles esperando la Promesa del Espíritu Santo.

+Fray Carlos Alfonso Azpiroz Costa OP
Arzobispo de Bahía Blanca

[1] http://www.vatican.va/content/paul-vi/es/speeches/1978/august/documents/hf_p-vi_spe_19780806_meditazione-morte.html