Homilía de fray Carlos en la Misa Crismal
Misa crismal
Iglesia Catedral Nuestra Señora de la Merced – Sábado 23 de Mayo de 2020
En el 50 ° aniversario de la ordenación presbiteral de Mons. Horacio Fuhr
Muy queridos hermanos y hermanas:
Aquel primer día de la semana, las mujeres no encontraron lo que deseaban (un cadáver para ungirlo como correspondía según los ritos mortuorios) y encuentran lo que no esperaban (al Ungido del Señor VIVO, Señor y dador de Vida, el Viviente).
Bienvenidos a la Iglesia catedral, gracias también por hacernos un lugar en sus casas y comunidades. Un saludo especial a los sacerdotes; en esta Eucaristía tan especial: la Misa crismal. En ella el Obispo concelebra con su presbiterio para consagrar el Santo Crisma y bendecir el óleo de los catecúmenos y de los enfermos. Esta Misa es la manifestación de la comunión en el único y mismo sacerdocio y ministerio de Cristo. Me disculparán quienes nos acompañan a través de las redes si en esta reflexión me dirijo especialmente a ellos nuestros sacerdotes (y a ustedes hermanos y hermanas todos, a través de ellos, claro).
Como ha ocurrido a las mujeres aquel día de Pascua, estimábamos celebrar esta Eucaristía anual, según la costumbre de la Arquidiócesis, el pasado Martes Santo (7 de abril), pero dadas las circunstancias –lo que pasa, lo que nos pasa- lo hacemos hoy, a puertas cerradas, manteniendo la distancia social preventiva y obligatoria. No obstante, celebramos en la cercanía de la comunión y el afecto en Cristo Jesús. Así es, el Señor viene a nuestro encuentro, está con nosotros según su promesa: “Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos” (Mateo 18, 20).
¡Mis hermanos y hermanas! ¡Que Dios nos ayude para no caer en la tentación de lamer nuestras propias heridas, la tentación del vinagre de la auto – conmiseración, el conflicto, la indiferencia, lamentando “lo que no pudo ser” o “debía haber sido” sin asumir la realidad del presente, así tal como transcurre! (cf. Benedicto XVI, homilía del 2 de octubre de 2005, Misa de apertura del Sínodo de los obispos sobre la Eucaristía).
¡Estamos “convocados”, es decir “con – vocacionados”; reunidos en Asamblea; en Iglesia, para –ante todo- aprender a sanar las heridas de los demás; para ungirlas con el óleo de la alegría; el óleo con el que hemos sido ungidos como bautizados, confirmados, consagrados! ¡Gracias por estar hoy unidos a sus respectivas comunidades y acompañándonos!
Desde la Misa crismal del año pasado (16 de abril, 2019) hemos compartido gozos y esperanzas, también tristezas y angustias. Hoy celebramos los 50 años de ordenación presbiteral del querido Horacio Fuhr, párroco de esta iglesia catedral; el 26 de octubre del año pasado fue ordenado sacerdote el “Benjamín” del presbiterio, Fabián Tula; el 16 de noviembre de 2019, fue consagrado como Obispo nuestro querido hermano Monseñor Jorge Luis Wagner; finalmente el 8 de marzo pasado – II Domingo de Cuaresma, Día de la Mujer- Alejandra Lorena Illanes fue consagrada para el Orden de las Vírgenes en esta catedral, poco antes del inicio de esta “cuarentena” (cincuentena, sesentena…y lo que el Señor disponga).
En la Solemnidad de la Anunciación (25 de marzo) vivió su pascua el P. Miguel García, hasta entonces párroco de Cristo Rey (Punta Alta). Pudimos celebrar su sepelio Mons. Jorge y quien les habla, asistidos solamente por los empleados de la funeraria y el cementerio… ¡Sí, se trataba de una particular soledad que nos invitaba sin embargo a creer nuevamente en la comunión de los santos, la vida eterna!
A las pocas horas, todos hemos participado, a través de la TV y las redes, en un momento especial de oración, celebración de la Palabra y adoración eucarística presididas por el Papa Francisco en la Plaza de San Pedro y el nártex de la Basílica. La escena, conmovedora por lo significativa: oscuridad, lluvia, el Papa subiendo la explanada hacia la sede donde presidió la primera parte de la liturgia, la presencia del Cristo de “San Marcelo” en una Plaza vacía… y al concluir: la bendición con Cristo – Eucaristía con la que Francisco bendijo al mundo.
El Cristo que hoy está significado en el cirio pascual que brilla al lado de este altar. El cirio nos muestra que la Resurrección de Cristo no cancela las llagas por las cuales hemos sido sanados. Los granos de incienso insertos en la Vigilia pascual así lo señalan. Esas heridas han querido ser “EL” signo sensible del Resucitado que arrancó en Tomás Apóstol su confesión de Fe: “¡Señor mío y Dios mío!”. La duda del apóstol arrancó también de Jesús Resucitado “LA” Bienaventuranza que hoy nos convoca: “¡Felices – Dichosos – Bienaventurados los que creen sin haber visto!”
Sigue siendo “Bienaventuranza” en momentos en los cuales nada parece seguro, todo parece ser cuestionado. Son momentos en los cuales caen las certezas, parece reinar la confusión y el miedo. El Señor, como tantas veces nos dice: “¡No tengan miedo!”.
La cuarentena (que parece prolongarse sine die) nos mantiene lejos de nuestros seres queridos, también de templos y celebraciones (como esta mañana). Hoy, bajo la luz del cirio, contemplamos la lectura apenas escuchada del Apocalipsis (2ª. Lectura): Cristo, Alfa y Omega, Principio y Fin a quien pertenece el tiempo y la eternidad; el que es, el que era y el que viene; aquel que fue traspasado. ¡Sí! Él hizo de nosotros un Pueblo Sacerdotal para Dios, su Padre.
La unción que recordamos – actualizamos – celebramos en esta Misa no es invitación a mirarnos en un espejo (para “maquillarnos” o “acicalarnos”). ¡Cristo es Puerta, Pastor! ¡Él nos muestra e indica dónde está su Pueblo, las ovejas de su rebaño! Sí, somos ungidos, pero para ungir a los demás.
El 4 de agosto de 2019, el Papa Francisco envió una carta a los sacerdotes en el 160° aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars (San Juan María Vianney). Se refería especialmente a todos los sacerdotes que, sin hacer ruido, lo dejan todo para estar empeñados en el día a día de sus comunidades. Tal como lo hacen los profetas (que -de parte del Señor- amonestan, consuelan, animan según lo necesita su pueblo) el Sucesor de Pedro nos habló a través de cuatro palabras, realidades que abrazan nuestras vidas:
Dolor: Yo he visto la opresión de mi pueblo (Éxodo 3, 7). Somos conscientes del sufrimiento que muchos de nosotros podemos causar, del sufrimiento que también pueden causarnos…
Gratitud: Doy gracias sin cesar por ustedes (Efesios 1, 16). En estos días de aislamiento social de nuestro pueblo, sorprende y emociona la presencia silenciosa, la tarea que sin reservas ustedes siguen desplegando en favor de sus comunidades, con generosa creatividad e imaginación…
Ánimo: Mi deseo es que se sientan animados (Colosenses 2, 2). Es lo que quisiera esta mañana. Sí, experimentamos esa necesidad de ser confirmados y recibir el ánimo, el aliciente… que recuerde en cada momento la presencia del Señor: ¡Soy yo, no teman!
Alabanza: Mi alma canta la grandeza del Señor (Lucas 1, 46). Nuestros ojos aquí, en su casa, contemplan los de María, Madre de la Merced. Ella nos enseña el valor de la alabanza que, como la adoración, nos permite constatar la infinita asimetría de la misericordia de Dios que toca nuestras miserias, nuestra pobreza.
Sí, es necesario comprender y tratar de asumir –con la ayuda de Dios y de los hermanos- la realidad. Lo que no se asume no se sana, no se salva, no se redime. Son muchas las amarguras que probamos y ponen a prueba nuestro ser y obrar (ser sacerdotes y el ministerio que intentamos pobremente desplegar). Esto provoca no pocos “enojos”. Enojos que pueden aislarnos aún más que este coyuntural –repito- aislamiento social preventivo obligatorio.
Enojos por nuestras crisis o problemas con la Fe (¿Por qué sucede todo esto? ¿Por qué a mí? ¿Dónde estás Señor? etc.).
Enojos por problemas con el Obispo (que no me entiende, a quien no entendemos, etc.) ¡Si bien, ahora, la diócesis cuenta con dos obispos: el titular y el auxiliar! (al menos es una posibilidad para repartir los enojos o –también- los oídos que nos escuchen).
Finalmente, enojos por problemas entre nosotros (dificultades en la mutua comprensión; quizás celos o envidias; líneas pastorales e ideas variadas sobre temas que –cada uno- considera sustanciales, etc.). [Cf. Francisco, Liturgia penitencial con el clero de Roma, Basílica San Juan de Letrán, 27 de febrero 2020]
Estos días, al mismo tiempo, han despertado en muchos el ansia de aprender, la inventiva y creatividad pastoral, el re descubrimiento de la fe en el seno de las familias (iglesias domésticas) y pequeños grupos o comunidades; el tiempo de lectura, estudio, oración, de reuniones virtuales para ello, etc.
También –hay que reconocerlo- constatamos la tentación del “instalarse”, “acomodarse”, cierta inercia esperando que pase el temporal para ver qué podremos hacer, qué podré hacer. Experimentamos cierta pesadez y ciertos ruidos interiores porque en estos tiempos también nos “damos manija” con nuestras ideas fijas, berretines (caprichos), obsesiones, etc.
Hablamos mucho de nuestra “vida interior”, “espiritualidad”… Son palabras reales y verdaderas, pero a veces las usamos asépticamente por no utilizar y abrazar aquella dimensión que –muy bíblica en su expresión- nos permite darnos cuenta que todo pasa por ahí: el corazón. Ya Jesús nos recuerda: “Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón” (Mateo 6, 21).
Como cuentas de un rosario, hay expresiones que –por su etimología- parecen engarzarse con esta raíz común: “corazón” (del latín: cor – cordis). Son palabras que describen de alguna manera nuestros más profundos deseos y conforman nuestro ser, obrar, quehacer … ¡lo que busca nuestro corazón!
- Coraje (como fortaleza y valor ¡no temeridad!)
- Cordialidad (entendida como amabilidad, afabilidad, corazones en comunión)
- Concordia (el deseo de tener un solo corazón, una sola alma)
- Cordura (que habla de sensatez, prudencia, para aplicar la mente a situaciones variadas)
- Cordoglio (si bien es una expresión italiana, la encuentro ejemplar, y no podría ser identificarla simplemente con “condolencia” o “compasión”; significa: el sufrir, dolerse con quien sufre o experimenta dolor).
El profeta Isaías (1ª Lectura) vuelve a invitarnos a una memoria agradecida de la unción, el crisma que en Cristo nos hace hijos, apóstoles, servidores del Pueblo (a través del Bautismo, la Confirmación –el sacerdocio común de los fieles-; y el Orden Sagrado –ministerio sacerdotal-). Esta unción nos invita a vivir el presente con pasión. Nos invita a abrazar el futuro con esperanza.
Sí, los sacramentos son “signos rememorativos” (a través de la memoria de la Fe que recuerda), “indicativos” (en el hoy que abrazamos por el Amor) y “signos pronósticos” (abrazando el futuro que nos acerca la Esperanza); éstos nos abrazan a todos en una misión bien precisa y preciosa: ser testigos de la alegría, para despertar al mundo, haciéndonos así expertos en comunión, para salir y evangelizar, y preguntarnos –juntos- qué nos pide Dios hoy.
Me gusta especialmente aquella frase del salmo que medita largamente sobre la voluntad de Dios, su ley, sus mandatos o preceptos: Correré por el camino de tus mandatos, cuando me ensanches el corazón [119 (118) 32].
No se trata de alimentar o vivir según nuestras expectativas (humanas, centradas más bien en uno mismo) sino de vivir en la Esperanza, que es virtud teologal, es decir centrada en Jesucristo, el mismo ayer, hoy y para siempre (Hebreos 13, 8).
El Evangelio de esta Eucaristía nos habla de Jesús que vuelve a Nazaret, su pueblo, a la sinagoga que seguramente le era familiar. Hoy, como cada año (aunque sin la presencia física del pueblo y el presbiterio en pleno), volvemos a nuestra Iglesia catedral, en cierto modo, nuestra casa materna, nuestro “Nazaret”.
¿No deseamos también que se disipe la oscura neblina de la pandemia, que vuelva la tranquilidad y pase la tormenta, que desaparezcan los enojos? Recordando el Evangelio es necesario recordar sus exigencias y mirar nuestro corazón. En nuestra casa, la madre también anima a sus hijos con algunos consejos, siempre fundamentales:
- No olvidar de dónde venimos: ¡Acordate! ¿Qué tenemos que no hayamos recibido? Recuerda que Dios es providente, es decir: Dios ve, prevé y provee…
- No bajar los brazos: Nuestra misión nos la ha confiado el Señor (no es mera auto percepción o plan pergeñado por uno mismo, el cual -al fracasar- puede hundirnos o enojarnos). Es el Señor quien nos dice “Ve, yo te mando”; “No tengas miedo”; “Yo estoy contigo”.
- No cortarnos solos: No podemos solos, no olvidemos las mediaciones que el Señor mismo ofrece: el pueblo, la comunidad, los hermanos, los sacerdotes, los obispos. La tentación de tomar distancias afectivas y efectivas nos pueden llevar a la “feudalización” y al aislamiento de nuestras comunidades, grupos, parroquias, actividades o pastorales.
- No creernos que somos los mejores: Somos simples servidores (cf. Lucas 17,10). No reemplazamos a nadie; nadie nos reemplaza (nos sucedemos unos a otros en las tareas más variadas). Los dones, talentos están sabiamente distribuidos por Dios para que nos necesitemos mutuamente. Es necesario reconocer a quienes nos han precedido en el camino de la fe; en el camino del ministerio. No pretendamos ser creadores ex – nihilo (de la nada) ¡Como Dios!
La “unción”, no es maquillaje para uno mismo, es para los demás, para el pueblo santo de Dios que se nos ha confiado y con su unción bautismal también anima la nuestra…
Estamos en plena Novena de Pentecostés y la alegría de este encuentro (virtual para la inmensa mayoría, pero no por ello irreal) nos recuerda que el Espíritu Santo nos precede, nos acompaña, habita en nosotros. Nos atrae e impulsa; nos invita a la humildad, a facilitar y no complicar las cosas a los hermanos; nos invita a la cercanía de lo cotidiano; a descubrir el sentido de la fe del Pueblo de Dios; a la predilección por los pequeños y los pobres.
El Espíritu que se nos ha dado -y a la vez “esperamos” en un nuevo Pentecostés- nos alerta ante la tentación de lo auto referencial; nos advierte del ansia de mandonear y de cualquier elitismo que, insisto, nos aísla del pueblo fiel; la tentación de pensar que con ideas abstractas y simple reparto de funciones, planificaciones perfectas… todo estará resuelto (sin dejar espacio a sus inspiraciones, ¡a lo teologal!)
Toda Misa crismal, que cada año nos reúne para renovar nuestras promesas sacerdotales delante de nuestro Pueblo (hoy lo haremos “a distancia”) nos recuerda aquellas preguntas que el mismo Dios nos sigue haciendo desde el principio, desde el Génesis.
Ahora comprendemos que si bien son preguntas exigentes –no hay duda- en Cristo, el Hijo muy querido, nuestro Maestro y con la ayuda del Espíritu Santo, adquieren una dulzura especial, que no les quita su firmeza; adquieren una infinita misericordia sin quitarles su reproche…
[Recordemos juntos –fraternalmente- esas preguntas que encontramos en Génesis 3 y 4, con mucha sencillez, sin complejos ni acomplejamientos; más bien tomando cada uno una decisión debida y de vida antes de renovar una vez más nuestras promesas sacerdotales]
Dios, como lo hizo a nuestros primeros padres que se descubrieron desnudos después de pecar, nos pregunta una vez más:
- ¿Dónde estás? ¿Seguiremos respondiendo el reiterativo “tuve miedo”, “estaba desnudo” como si toda la plenitud de la Revelación en Jesucristo no se hubiese dado?
- ¿Quién te dijo que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del fruto prohibido? ¿Volveremos sin más a “echarle la culpa” a los demás, o al mismísimo Señor con un tan poco original: “la mujer que me diste…”? (O achacar todas las causas, casos, cosas, cuitas a la parroquia, a la comunidad o a la diócesis “que me diste”; al párroco -si eres vicario- o al vicario “que me diste” -si eres el párroco-; a los otros curas “que me diste”; al obispo u obispos “que me diste” etc. etc.)…
- ¿Cómo hiciste semejante cosa? ¿Nos sacaremos de encima toda responsabilidad con un mero “la serpiente me sedujo y comí”? (intercambiando el nombre de “serpiente” con otras u otros “tentadores”… evitando reconocer la propia responsabilidad o culpa ¡porque siempre hay alguno para ocultarse detrás!).
- ¿Dónde está tu hermano? Ya estamos frente a un “fratricidio”… ¿Podríamos responder zafando o escapando por la tangente diciendo que no somos vigilantes o guardianes de los otros, eludiendo así toda responsabilidad fraterna? (Porque quizás hemos hablado de “sus” cosas con otro u otros, ¡menos con aquel o aquellos con quienes sí debíamos hablar, aunque quizás duela, les duela y nos duela!).
Finalmente, en esta fiesta arquidiocesana, también recordemos que el 24 de Mayo se cumplen 5 años de la promulgación de la Encíclica “Laudato Sí” sobre el cuidado de la casa común.
Permítanme sintetizar su mensaje con algunas palabras (que como regla mnemotécnica comiencen con “C”). Sin pretender sintetizar dicho documento magisterial, esas expresiones nos ayudarán también a una revisión de vida antes de volver a expresar las promesas que hicimos un día…
- Continuidad. Esto es importante no solo cuando nos referimos a la continuidad del magisterio eclesial en tantos temas. En diversas ocasiones hemos vuelto a recordar las palabras de Benedicto XVI acerca de la hermenéutica eclesial del Concilio Vaticano II y su reforma en la continuidad y no en la ruptura ( Discurso a la Curia para los saludos navideños, el 22 de diciembre de 2005). En nuestro camino vocacional, tan diverso en cada uno, es importantísimo hacer una lectura de esa reforma en la continuidad, no en la ruptura (salvo, claro, en lo que respecta al pecado que puede apartarnos de ese camino). Es verdad, quien no sabe de dónde viene, difícilmente sabrá adónde va. Así en materia “Ecológica” San Juan XXIII o San Pablo VI nos hablaron de “Ecología natural”; San Juan Pablo II de “Ecología humana”; Benedicto XVI de “Ecología social” y Francisco de “Ecología integral” sin echar por la borda la reflexión de sus respectivos predecesores. De la misma manera, vamos tomando una mayor conciencia, responsabilidad de los dones, talentos recibidos (también de nuestros errores y pecados); la gracia de la unción permite desplegar, multiplicar el tesoro, el don, el regalo, con dimensiones siempre nuevas, verdaderas, buenas, bellas.
- Colegialidad. Esta expresión nos recuerda el Colegio de los Apóstoles, reunidos con María esperando la Promesa del Señor. Hablar de “sinodalidad” no es moda repentina, es continuidad, es descubrir que caminamos juntos, que “la remamos juntos”. El primer peldaño consiste en la sencillez de la acusación de sí mismo (reconocer nuestros límites, errores y aún nuestro pecado; también la corrección fraterna tal como el Maestro nos lo enseña con tanta paciencia. Esta colegialidad nos invita a una participación animada, activa, en nuestras comunidades y en la arquidiócesis, comunidad de comunidades ¡en la Iglesia! No se trata de una mera estratagema pidiendo “pruebitas de amor” a los demás… Se trata más bien de brindar todo lo bueno que puedo pensar, desear, querer, obrar. No se trata de ver “qué me dan”, “qué les doy”, “qué me piden”, “qué les pido”… tampoco simplemente sirve para preguntar “qué les pasa” o “qué le pasa a tal o a cuál”. Significa dar y darnos la posibilidad, el espacio para preguntarnos juntos, corresponsablemente: “¿Qué nos pasa?” y ponernos manos a la obra. Tenemos la tentación de llamar a otros para mostrarles “mi” problema y así universalizarlo ¡para que todos miren lo que me pasó o lo que me pasa! Se trata más bien de descubrir solidariamente cuáles son los problemas del mundo, de todos, porque todos tenemos problemas, heridas… (y también posibilidad de discernir caminos o soluciones).
- Conversación. Hace referencia al diálogo. Dios ha querido dialogar con nosotros. Lo ha hecho desde la misma creación; a través de la Historia de Salvación; lo ha hecho a través de su Palabra escrita y transmitida de generación en generación a través de aquellos que Él ha elegido e inspirado; finalmente lo ha hecho a través de su Hijo. Dios nos ha dado del “tú” para que nosotros también lo llamemos así, con sencilla confianza. San Pablo VI en la Encíclica Ecclesiam suam nos recuerda cuáles son las características del diálogo que estamos llamados a promover entre nosotros los curas, en las comunidades, en el ámbito al cual el Señor nos lleva, nos “vocaciona”, nos envía. Baste con citar esas notas: la inteligibilidad o comprensibilidad (qué difícil es a veces hacernos entender, por el lenguaje que usamos, hablamos, etc.); la mansedumbre (como la del Señor, que es manso y humilde de corazón; como la del Amor mismo tal como San Pablo lo describe en la 1ª Corintios 13); la confianza (en la propia palabra y la confianza en la capacidad de comprenderla de parte de los demás); la prudencia pedagógica (que no duda en ajustar el modo, el lenguaje, a quien nos escucha… ¡no se trata de camuflar la verdad que se comunica sino adaptar las palabras o modo de expresión a los que me han sido confiados!).
Jesús, no necesitaba que lo informaran acerca de nadie y sabía lo que hay en el interior del hombre (cf. Juan 2, 24 – 25)… ¡Sin embargo no se pasaba el día quejándose, señalando, acusando, queriendo controlar o fiscalizar todo, en todos los frentes y con todas las personas!
- Cuidado. Hay una pregunta que se repite en algunos pasajes señeros del Nuevo Testamento (y no sólo): ¿Qué debemos hacer? La encontramos en quienes se acercan a Juan Bautista (cf. Lucas 3, 10 – 14); la encontramos en quienes escuchan el primer discurso de Pedro después de la venida del Espíritu Santo (Hechos 2, 37); la encontramos en quienes se acercan a Pablo tras su predicación… Es la pregunta que muchos nos hacen (incluso antes de cualquier pregunta acerca del contenido de la Fe). Eso nos invita a cuidar a nuestros hermanos, a nuestro pueblo, a bajar la guardia, a saber contar con las preguntas de los demás, con la palabra de cada uno. Esto nos invita a la escucha, a escuchar a nuestros parroquianos y comunidades, a escuchar el clamor de los pobres y de la tierra… Repito ¡a cuidarnos mutuamente! No se trata de pretender ser policías, vigilantes y mucho menos espías de los demás. Se nos pide compasión, ternura ¡la del Buen Pastor! Desde el Concilio de Jerusalén en adelante, la Iglesia se pregunta acerca de lo que “podemos” o “debemos” hacer para sortear, asumir, abrazar o a veces rechazar lo que aparece como infranqueable.
- Conversión. Sí, hemos de cambiar el modo de tratar lo creado, la creación, las creaturas, ¡a nuestros semejantes! ¡a nuestros hermanos creados a imagen y semejanza de Dios Uno y Trino! Conversión personal y comunitaria, conversión pastoral y ecológica. Vivir una espiritualidad que nos invite a un cambio profundo, de raíz, en diversos niveles, órdenes o planos inseparables: la relación con el mundo, lo creado como “Señores” (según el Señorío de Cristo y no el de los dominadores de este mundo); la relación con los otros como “Hermanos”; la relación con Dios como “hijos”, porque no solamente nos llamamos “hijos”, sino que los somos. Aquí también se incluye la relación con la Iglesia, con su pastoral. Conversión significa dejar los enojos de lado, la cultura del descarte de aquello o aquellos que “no me gustan” o “con los que no estoy de acuerdo” ¡necesitamos no solamente ser inclusivos sino integrarlos a todos!
- Ciudadanía. No somos simples habitantes del planeta, ni ocupas o inquilinos ¡Somos hijos de esta tierra! Al mismo tiempo sabemos que en el ámbito social no somos simplemente habitantes sino ciudadanos en nuestros pueblos, ciudades y patria. La tierra es la casa común, la patria común ¡anticipo de la Patria del Cielo! La Iglesia es también Casa común, Familia, Comunidad y en ella somos piedras vivas hechas y vivificadas por las manos de Dios ¡esta es la fuente de nuestra dignidad! Decimos: Vale toda vida y Toda vida vale (la vida que se gesta, la vida que transita por este mundo, la vida de los ancianos y enfermos, la vida de los más necesitados, los descartados del sistema) ¡Estamos llamados todos a vivir la dignidad de ser humanos, hijos e hijas de Dios, llamados a reinar con Cristo!
Pedro le dice a Cornelio cuando se postra ante él: “¡Levántate, porque yo no soy más que un hombre!” (Hechos 10, 24); Pablo y Bernabé también le dicen a los habitantes de Listra que los consideran dioses y deseaban ofrecerles un sacrificio: “Amigos, ¿qué están haciendo? Nosotros somos seres humanos como ustedes…” (Hechos 14, 15). ¡Somos seres humanos! ¡somos llamados por el Bautismo a ser “ciudadanos del cielo”, consagrados con el crisma de la salvación!
- Contemplación. Bien podemos decir al contemplar el universo y a cada hombre y mujer: ¡Si así son las criaturas! ¡Cómo será el Creador! Surge entonces una alabanza final. Todo cuanto se puede conocer acerca de Dios está patente ante nuestros ojos; sus atributos invisibles, su poder eterno, su divinidad se hacen visibles a los ojos de la inteligencia desde la creación del mundo, por medio de sus obras ¡por ello lo glorificamos, lo alabamos y le damos gracias! (cfr. Romanos 1, 19 -21).
El título mismo de la encíclica así lo invita: Laudato sí! Una expresión de alabanza de San Francisco de Asís ante la obra de Dios. Alabanza y adoración a Dios ante lo que no podemos llegar a medir… porque nos sobrepasa. Alabemos y adoremos a Dios por todo lo creado, por los hermanos y hermanas que nos ha dado, por los sacerdotes que están llamados a multiplicar esa alabanza y adoración a lo largo y ancho del mundo.
Mis hermanos y hermanas… No gobernamos las soluciones técnicas o de especialistas ante la pandemia que atravesamos. Confiamos en la palabra y la ciencia de aquellos que –por gracia de estado- nos hablan, gobiernan, están llamados a cuidar de nosotros, nos indican las medidas que piensan más adecuadas para poder transitar estos tiempos.
Por otra parte, ponemos el grito, la queja, la alarma ante realidades que “allí estaban” (¿nos habíamos dado cuenta?). El panorama actual nos invita a ver, a darnos cuenta que siguen estando allí: hermanos sin trabajo, sin techo, sin tierra, sin lo esencial para vivir, barrios y barriadas (villas); los geriátricos de abuelos y abuelas arrinconados; los hospitales en pobres condiciones… etc. Oponemos falsamente, en una dialéctica no real estas postales al culto, y viceversa…
Pero también aún en estas circunstancias hay signos en el Evangelio que nos invitan a seguir siendo fieles al amor inicial; a expandir sin medida el Bien (que –claro- es difusivo de sí mismo). Estamos llamados a desplegar, expandir, difundir esa unción que nadie ni nada podrán censurar o acallar (ni robar).
La unción de la alegría recibida aparece como significada en el Evangelio a través de algunas imágenes buenas, verdaderas, bellas más que necesarias en estos momentos en el que quizás muchos se sienten ansiosos, abrumados, angustiados o aislados:
- La luz: que ha de colocarse sobre la mesa para iluminar a todos (cf. Mateo 5, 14)
- La música: que se escucha de lejos, porque hay fiesta por el hermano que ha regresado sano y salvo, ha vuelto a la vida. ¡Aunque a veces nos enojemos y no queramos entrar en la fiesta! (cf. Lucas 15, 27 ss.).
- El perfume: con el que María Magdalena unge al Señor impregnando la casa con su fragancia (cf. Juan 12, 3).
Que el Señor en esta fiesta tan especial nos regale la verdadera alegría: la de ser luz, música y perfume para todos. Así sea
+ Fray Carlos Alfonso OP