Saludo de Pentecostés de fray Carlos

Arzobispado de Bahía Blanca
A+M

A todos mis hermanos, sacerdotes y diáconos, consagrados, consagradas,
hermanos y hermanas de nuestra Iglesia diocesana de Bahía Blanca   

Que el Espíritu de Jesús resucitado descienda abundantemente sobre nosotros y sobre todo el mundo, y que sus dones nos renueven y estén siempre con ustedes

El Pentecostés cristiano, señala una de las fechas decisivas para la historia de la humanidad. Se trata del nacimiento de la Iglesia. Dice San Agustín, “lo que es el alma para el cuerpo del hombre, eso es el Espíritu Santo para el cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia”; se trata de la efusión del Espíritu de Dios, de la animación sobrenatural de la humanidad que la Iglesia lleva a cabo, de la presencia y acción del Paráclito prometido, de la tercera Persona de la Santísima Trinidad, único Dios en tres personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Podemos decir que en esta fiesta celebramos el misterio de la gracia. La religión de la gracia es un regalo superlativo; sólo admite una forma de ser vivida, la del fervor; una sola medida, total; que comprende toda manifestación de nuestro espíritu y que se expresa en amor.

De una homilía de San Pablo VI

Muy queridos hermanos y hermanas:

Deseo hoy enviarles una simple meditación al culminar el Tiempo Pascual y renovar nuestra comunión eclesial en un nuevo Pentecostés. En alguna celebración del Sacramento de la Confirmación, en estos años que caminamos juntos como Iglesia diocesana, he querido hilvanar las reflexiones sobre el Don del Espíritu conforme a lo que hoy les comparto por escrito.

Lo hago aún durante una “cuarentena” que (cincuentena, sesentena y más…) se prolonga más allá de nuestras expectativas con el aislamiento o confinamiento provocado por el COVID – 19 (Coronavirus). Pero no vivimos según nuestras expectativas humanas; nos anima más bien la Esperanza, virtud teologal, infundida por Dios en el alma… Que este tiempo aumente el deseo de volver a encontrarnos y celebrarlo en comunión. Por ello: “Sigamos andando nomás”, como decía el Beato mártir obispo de La Rioja (Argentina) Enrique Angelelli.

Con insistencia pedimos y rogamos al Señor que nos abandone, que no deje de estar presente (aun cuando a veces pareciera estar lejos y la ansiedad, la angustia amenazan también oscurecer nuestro ánimo).

El Señor Jesús, confirma su presencia, incluso en medio de la tempestad y la oscuridad que no permiten ver más claro o más allá. Sí, Él nos serena, tranquiliza como lo hacía con sus discípulos cuando todo parecía zozobrar: “¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?” (Mateo 8, 26); “Tranquilícense, soy yo; no teman” (Mateo 14, 27).

Hoy, más que nunca, es necesario descubrir su presencia misericordiosa que toca nuestras miserias y provoca por ello la serena alegría de encontrarlo vivo entre nosotros.

En la Liturgia, especialmente en la Santa Misa, quien preside saluda en varias oportunidades a la asamblea reunida con esta expresión: “¡El Señor esté con ustedes!”. No es un simple deseo… es también una constatación, porque así lo ha prometido el mismo Señor: “Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 20). Recorramos juntos el rito de la Eucaristía abriendo los ojos a esa presencia viva y vivificante del Espíritu Santo que nos ha sido dado y se manifiesta, entre otras imágenes, como fuego y agua; en forma de paloma y soplo, viento…

El Espíritu Santo es “fuego”

penetra con su luz los corazones, elimina con su calor toda frialdad

Al inicio de la celebración quien preside saluda diciendo simplemente “¡El Señor esté con ustedes!” (o con fórmulas semejantes, muchas extraídas de las cartas paulinas o alusivas a las fiestas que se conmemoran). Sí, el Señor está con nosotros, porque así nos lo ha prometido: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre allí estoy en medio de ellos” (Mateo 18, 20).

El Señor prometió a sus discípulos su presencia cuando nos unimos para orar. La oración, en efecto, nos une y reúne como las familias o amigos en torno al hogar, como nos juntamos alrededor de una fogata: en el silencio más profundo, la conversación, el canto, la alegría…

Uno de los signos del Espíritu Santo es el FUEGO. El fuego es un elemento fundamental de la existencia (como lo es el agua). Genera claridad, es luz que nos orienta. El calor nos atrae, nos templa, cocina los alimentos, modela y da forma a los metales, también los purifica de toda escoria. Al mismo tiempo el fuego quema, destruye y mata; enceguece y consume; por su acción todo queda hecho polvo y ceniza. En este sentido, no olvidemos a Santiago y Juan quienes, como represalia rencorosa y vengativa, habían pedido al Maestro “fuego del cielo” para consumir a los samaritanos que no habían querido recibirlos ¡Pero Jesús los reprendió! (cf. Lucas 9, 55).

Dios se manifestó a través del fuego ardiente a Abraham, Moisés, Elías… Juan Bautista anuncia aquel que bautizará en el Espíritu Santo y el fuego (cf. Mateo 3, 11). Jesús expresa su deseo de traer fuego sobre la tierra (Lucas 12, 49). El día de Pentecostés aparecieron unas lenguas como de fuego que descendieron por separado sobre cada uno de ellos; todos quedaron llenos del Espíritu Santo (Hechos 2, 3-4).

En la vida cotidiana el fuego reúne porque ilumina y da calor. De ese modo el calor y la luz del Espíritu Santo nos reúnen cuando oramos para pedir perdón, suplicar una gracia, interceder, ofrecer, dar gracias. San Pablo nos anima cuando escribe: “Nadie puede decir: ‘Jesús es el Señor’ si no está impulsado por el Espíritu Santo!” (1° Corintios 12, 3).

El Espíritu Santo es “agua”

lava nuestras manchas, riega nuestra aridez

Al proclamar el Evangelio el diácono o sacerdote saluda nuevamente a los fieles: “¡El Señor esté con ustedes!”. De pie, escuchamos al mismo Señor Jesús, Palabra hecha carne. El Espíritu Santo es EL AGUA que hace fecunda esa Palabra en nuestros corazones.

En el mismo inicio del libro del Génesis leemos: “El soplo de Dios se cernía sobre las aguas” (1,2).  Esta misma imagen nos regala el profeta Isaías en una bellísima comparación: “Así como la lluvia desciende del cielo y no vuelve a él sin haber empapado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, para que dé la semilla al sembrador y el pan al que come, así sucede con la palabra que sale de mi boca: ella no vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo le encomendé” (55, 10 – 11).

En una tierra desierta, árida, sin agua, muchos encuentros decisivos de la Historia de la Salvación se han dado al borde de un manantial o la vera de un pozo. El agua es signo de la vida que surge, de la providencia divina, es como la presencia del cielo en la tierra. Durante el éxodo no faltó el agua al pueblo peregrino; esa agua fue brindada por Dios cuando todo parecía llevar a la desesperación y la protesta.

Si el agua falta o ésta cae sin medida provoca la muerte. El agua es signo de alegría y de sufrimiento; de vida y de muerte. Jonás es arrojado al mar que parece tragarlo tras negarse a proclamar el mensaje divino en Nínive… pero, enviado nuevamente a esa ciudad por segunda vez, será con su palabra signo de perdón y reconciliación con Dios para todos sus habitantes.

Recordamos aquella frase del profeta Jeremías: “Porque mi pueblo ha cometido dos maldades: me abandonaron a mí, la fuente de agua viva, para cavarse cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua” (2, 13).

Jesús camina sobre las aguas, invita a quienes tienen sed a venir a Él para beber, como lo hace con la Samaritana: “El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna” (Juan 4, 13 – 14). Finalmente, en el Apocalipsis leemos “Al que tiene sed, yo le daré a beber gratuitamente del agua de la vida” (21, 6).

El Señor nos llama a no beber más de agua estancada, insalubre, sino a beber de esta agua que salta hasta la vida eterna, de toda palabra que sale de la boca de Dios (cf. Mateo 4, 4). Jesús se refiere al Espíritu Santo que recibimos los que creemos en él cuando dice: “El que tenga sed, venga a mí; y beba el que cree en mí … De su seno brotarán manantiales de agua viva” (Juan 7, 37).  En el libro del Apocalipsis el Ángel muestra al vidente un río de agua de vida, claro como el cristal, que brota desde el trono de Dios y del Cordero… A ambos lados del río hay árboles de vida que fructifican doce veces al año… (cf. 22, 1-2 y Ezequiel 47, 12).

El Espíritu Santo se apareció en forma de “paloma”

es templanza de las pasiones; sin su ayuda no hay nada que sea inocente

El Espíritu Santo aparece en forma de PALOMA. Apenas inicia el libro del Génesis leemos: “El espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas” (1, 2).

La paloma aparece –después del diluvio- con un ramo de olivo en su pico, como señal que las aguas habían terminado de bajar (cf. Génesis 8, 11). Ese signo pasó a ser un verdadero ícono de la paz y la reconciliación universal.  Para los cristianos Cristo es nuestra Paz (Efesios 2, 14). En la Última Cena anuncia la paz a sus amigos, una paz que no es la del mundo (Juan 14, 27). Resucitado, la ofrece a los apóstoles aún encerrados por el temor (cf. Juan 20, 19.21.26).

Al mismo tiempo la “paloma” tiene otros bellos significados… Al sellar su promesa con Abraham, éste presenta –entre otras víctimas del sacrificio- una tórtola y un pichón de paloma (cf. Génesis 15, 9). José y María al presentar al Niño al templo también ofrecen este signo como ofrenda de los pobres (cf. Lucas 2, 24 en conformidad al Levítico 5, 7 y 12, 8).

En el Bautismo del Señor, se escucha la voz del Padre y el Espíritu desciende en forma de paloma. Juan -el Bautista- ofrece su testimonio: “He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él (…) ese es el que bautiza en el Espíritu Santo” (Juan 1, 32 s.).

La paloma es símbolo de pureza, candor, dulzura, gracia y belleza como lo es la Amada del Cantar de los Cantares (cf. 2, 14; 4, 1). Expresa la simplicidad del corazón: “sean sencillos como palomas” (Mateo 10, 16).

Al iniciarse la Plegaria Eucarística con el Prefacio, el celebrante vuelve a saludar a la asamblea de este modo: ¡El Señor esté con ustedes! La Misa es “Memorial” y “Sacrificio”. La palabra “sacrificio” (del Lat. sacer – facere) en este marco significa hacer sagrada la ofrenda. El Espíritu Santo es quien hace sagrada esa ofrenda que, presentada por el pueblo fiel, será alimento y bebida espiritual.

Cuando comúnmente usamos palabras como “sacrificio”, “sacrificarnos”, etc. nos referimos al trabajo cotidiano, a toda tarea que -de alguna manera- implica la acción de “ponerle el hombro” a algo, “poner cuerpo y alma” en búsqueda de un cometido específico, una tarea, una misión, ¡un ideal! Con ello se manifiesta el deseo de ofrecer, servir, ayudar, asistir (podemos agregar aquí todas las obras de misericordia corporales y espirituales). Lo contrario sería “esconder” nuestros talentos, nuestras manos, nuestro cuerpo… Escondernos, escabullirnos (quitarle el hombro a una tarea), llevar el cuerpo o poner la vida no en el lugar donde debían ofrecerse o donde estamos llamados a “ser” o “estar”, donde se debería poner en juego nuestra vocación. Significaría –justamente- “ponernos” o “situarnos” en otro lado… ¡no el nuestro! No olvidemos también que nuestra vocación común, como bautizados, confirmados, como ministros, expresa la misión de actuar “en nombre de otro” ¡en el nombre del Señor!

Estamos llamados a unirnos al Sacrificio del Señor, verdadera Víctima pascual ¡Esto es muy diferente a querer “hacernos las víctimas” o “victimizarnos”! Dios nos libre de la tentación de la auto conmiseración, la auto compasión.

El Espíritu Santo es como el “viento”

suave alivio de los hombres, corrige nuestros desvíos

El Señor se hace presente en la brisa suave (1 Reyes 19, 12 – 13), y en la fuerte ráfaga de VIENTO de Pentecostés (Hechos 2, 2).

El Espíritu es soplo (ruaj en hebreo; pneuma en griego; spiritus en latín), respiración y hálito de vida que viene de Dios y da al ser humano la verdadera estatura de ser espiritual. “El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu” (Juan 3, 8).

María ha concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. El Señor predica y sana con el poder del Espíritu de Dios (Mateo 12, 28). El Espíritu es soplo, ¡Jesús Resucitado sopló sobre sus apóstoles y les dijo “Reciban el Espíritu Santo”! (Juan 20, 22).

El viento es el signo de Pentecostés que inaugura la misión de los discípulos del Señor. El Espíritu es aliento, respiro, vida, es fuerza, ímpetu, inspiración y espiración

Antes de la bendición final, el celebrante despide a la comunidad con el último “¡El Señor esté con ustedes!” que arranca de nosotros un nuevo “¡y con tu espíritu!”. Es la expresión de un adiós momentáneo junto al deseo de un nuevo encuentro.

El viento es signo de la misión, el envío. El sembrador arroja al voleo su semilla que llevada a merced del viento espera caer en tierra fecunda. Todo lo recibido en la Eucaristía es Vida: encuentro comunitario de oración; escucha de la Palabra; celebración del Sacrificio que se brinda como bebida y alimento de salvación. Desde nuestras iglesias, templos y capillas salimos a trabajar en el campo del mundo que necesita ser sembrado… ¡Somos enviados a la misión!

El viento impulsa las naves, llevándolas a destino en la medida que se levan las anclas que las tienen fondeadas; entonces se sale al mar desplegando las velas. En la lectura de los Hechos de los Apóstoles que hemos reflexionado día a día, a lo largo del tiempo pascual, son numerosas las páginas que nos relatan la incansable tarea misionera de Pablo, de ciudad en ciudad, de puerto en puerto, de nave en nave, evangelizando. A veces la navegación parece serena, en otras ocasiones, se atraviesan tempestades y sufren naufragios ¡pero siempre el Apóstol “navega” a merced del viento del Espíritu Santo que lo lleva a proclamar la Palabra a tiempo y a destiempo allí donde el Señor lo envía!

Las palabras de despedida del Señor en el Evangelio de Mateo, que se han proclamado en el domingo de la Ascensión – en este “Ciclo A”- son elocuentes: Acercándose, Jesús les dijo: «Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes todos los días hasta el fin del mundo»” (28, 18 – 20).

He resaltado la expresión todo / todos que se multiplica significativamente en este texto misionero: la misión se despliega por el poder de Dios, poder que el Señor transmite a los suyos; los destinatarios de la misión son todos los pueblos; el contenido del mensaje es todo lo que Jesús nos ha enseñado; el tiempo, la misma historia son signos de la paciencia de Dios para que nadie perezca y todos se salven (cf. 2 Pedro 3, 9).

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La misión que Jesús ha recibido del Padre la comparte con los suyos, con nosotros. Renovemos nuestro amor fiel a la Iglesia, como lo hacía San Pablo VI en su bellísima “Meditación ante la muerte”, un verdadero testamento espiritual: Puedo decir que siempre la he amado; fue su amor quien me sacó de mi mezquino y selvático egoísmo y me encaminó a su servicio; y para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido.

A cada uno de ustedes les deseo una Feliz y santa Fiesta de Pentecostés invitándolos a un nuevo acto de buena voluntad: a no mirar más hacia atrás, sino cumplir con gusto, sencillamente, humildemente, con fortaleza, como voluntad del Señor, el deber que deriva de las circunstancias en que cada uno se encuentra… Hacer pronto. Hacer todo. Hacer bien. Hacer gozosamente: lo que ahora el Espíritu Santo quiere de nosotros, aun cuando supere inmensamente nuestras fuerzas y nos exija la vida.

El Ángel dijo a María: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Que Nuestra Madre y Señora de la Merced nos proteja y cuide como protegió y cuidó siempre a su Hijo desde su seno materno; en la pobreza del portal de Belén; en la humilde casa de Nazaret; camino a Jerusalén; hasta el mismo pie de la Cruz… Ella también estaba íntimamente unida a los Apóstoles, en compañía de algunas mujeres, aguardando la Promesa del Espíritu… También nos alienta en el camino diciéndonos ¡El Señor esté con ustedes!

Bahía Blanca, 29 de Mayo, 2020

Memoria de San Pablo VI

+ Fray Carlos Alfonso Azpiroz Costa OP
Arzobispo de Bahía Blanca