Homilía de fray Carlos Alfonso en la misa Crismal

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 «ALÉGRENSE»

Mateo 28, 9

 Homilía en la Misa Crismal

Martes Santo (26 de marzo, 2024)

 

Nuevamente celebramos esta fiesta de la Iglesia en todas y cada una de las Iglesias particulares; para mí es un día de acción de gracias especial al poder reunirme con el presbiterio de nuestra arquidiócesis, con los hermanos diáconos, religiosas, consagrados, consagradas y todo el pueblo fiel.

 

En estos días de la Semana Santa -Domingo de Ramos, Lunes, Martes, Miércoles y Viernes- se proclaman, como primeras lecturas de las respectivas celebraciones, los cuatro cánticos del Siervo de Dios del 2º Isaías o «Libro de la Consolación» (cf. Isaías 40, 1).

 

 

Él me envió a cambiar su ropa de luto por el óleo de la alegría

(Isaías 61, 3)

 

En la primera lectura de esta Misa Crismal se entrevé el sentido último de todas esas penurias que quizás no se alcanzaban a comprender. Solamente la esperanza les daba un sentido…

Más de dos mil años después, el Concilio Vaticano II -en ese mismo tono- hará referencia a ello reflexionando sobre la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo:

 Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia.

El texto del Tercer Isaías proclamado hoy se refiere a la comunidad de Jerusalén después del exilio; la misma está sumida en la pobreza y la miseria ¡tras tantos años deseando “volver a Casa”! Ésta se encuentra envuelta en las propias tendencias a la idolatría; dudas sobre el poder del Señor; jefes ambiciosos preocupados únicamente de su propio interés.

¡Parece mentira! ¡Han corrido tantos años, miles de años, pero tratándose del pecado el ser humano no es nada original! El texto profético parece describir exactamente lo que estamos viviendo hoy.

Pero –también- la mirada profética se dirige al futuro: La Gloria del Señor resplandecerá sobre Jerusalén. Jerusalén será un centro de atracción ¡para todas las naciones! El templo, será casa de oración ¡para todos los pueblos! La salvación ¡llegará a todos los seres humanos! Es realmente una perspectiva –aún en medio de las dificultades- preñada de Esperanza ¡Una Esperanza que prepara la catolicidad de lo cristiano!

Conocemos la situación actual, no la voy a repasar para ustedes, las familias lo sufren, nos duele también a nosotros, sufrimos también dolores de parto. En el caminar del Nuevo Pueblo de Dios – la Iglesia- no falta la anestesia paralizante de aquellos profetas de calamidades, más bien causantes de sismos (con “S”) o cismas (con “C”), proyectando en todos los demás – el Papa, los obispos, los sacerdotes, o en quienes fueren-  las culpas o responsabilidades de lo mismo que pasa. ¡Siempre me acuerdo de estos versos de Sor Inés de la Cruz[1]! Una adelantada a su tiempo, que -refiriéndose a otros temas-  escribía: “Hombres necios que acusáis, a la mujer (yo diría “a todos”), sin razón; sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis”.

Desde páginas, sitios de la web – red se tejen verdaderas redes que atrapan; redes de araña que “cazan”, “atrapan” a sus víctimas generalizando casos, cosas y causas sin dar la cara.

¡No! Más bien deseamos ser fieles a la invitación del Señor: «Navega mar adentro, y echen las redes» (Lucas 5, 4) ¡las “redes” de quien nos ha invitado a ser “pescadores de hombres”! ¡Para anunciar el Evangelio! ¡No para hacer de los demás nuestros secuaces!

Mar adentro, significa “alta mar”, “mar abierto”, “mar profundo”, “ancha mar”. Quizás nos sentimos más cómodos pescando en las propias “peceras”, buscando no la madurez en Cristo sino “gurises” o “gurisas”. No discípulos del Señor sino propios a imagen y semejanza de los nuevos “gurúes” (o gurúas): ¡que “encantan” a los “encantados”, que “nos encantan” porque limitamos nuestra pesca a un juego de espejos donde mirarnos.

¡Qué bien nos hace volver una vez más a la Escritura! ¡A los textos maravillosos que han sido proclamados hoy! ¡A los que proclamaremos y predicaremos en el Triduo Pascual!

Pero también me refiero a algunos textos del Magisterio, que no pierden su vigencia, aún escritos en contextos tan diversos ¡pero muy semejantes! ¡análogos!

 

Les anuncio de una gran alegría

En estos días –lo sabemos- se ha discutido mucho acerca de la violencia propia de los ´70 (motivos, causas, consecuencias). Nos duele el constante recurso al resentimiento, la revancha y el rencor.

Olvidamos cómo la Iglesia contemplaba, reflexionaba y se refería a esas penurias. Me refiero –especialmente- a San Pablo VI, cuando se dirigió –a través de su magisterio- al Pueblo de Dios en el Año Santo de 1975.

Sumido en un dolor terrible -no sólo por su enfermedad que lo llevaría menos de tres años más tarde a vivir su pascua definitiva-  sino en el medio del dolor psicológico y espiritual más extremo. Señalaba el Beato Eduardo Francisco Pironio: “El Papa era el hombre que más sufría en aquella hora desde el corazón de la Cruz”.

El Papa Montini, escribió entonces la Exhortación “Gaudete in Domino” sobre la alegría cristiana (9 de mayo de 1975). No se conocía ningún documento magisterial o papal sobre este tema específico.

En aquellos años se vivía un clima general de desaliento y tristeza en los sacerdotes, una verdadera crisis de alegría y esperanza. Recuerdo –entonces vivía mis primeros pasos como universitario- las críticas feroces e irreverentes al Papa. Vivimos tiempos semejantes. Ayer eran los diarios o noticias de radio y televisión los que “informaban” no sin los sesgos ideológicos propios de cada medio de comunicación. Hoy las redes de comentarios, comentadores, comentaristas, nos los hacen conocer “en tiempo real” y con un alcance impresionante a través de audios o videos que llegan a computadoras, tablets y teléfonos celulares.

Uno se pregunta por qué tamaño desaliento o tristeza. ¿Nos sentimos fuera de lugar, fuera de foco? ¿Son quizás sentimientos de fracaso? ¿Anidan en nuestros corazones resquemores al no ser comprendidos por nuestra gente?

Ocurre quizás que “conectados” no hemos aprendido del todo el difícil arte de saber “comunicarnos” ¡El verdadero compartir! Recuerdo una mujer de la zona sur de nuestra arquidiócesis. En una reunión de dicha zona sur – con mucha sencillez y confianza- se refería principalmente a su apostolado parroquial en Cáritas. Hablaba de tres verbos o acciones, que debían conjugarse siempre juntos. Comentaba que en equipo se trabajaba con un lema, simplificado en acciones que –más o menos- intentaban desplegar de la siguiente manera: lo primero es “compartir” – con Dios y con los hermanos -. En segundo lugar, se debe “partir” porque no es posible quedarse esperando a que los que necesitan algo se acerquen. Finalmente, concluía: es necesario efectivamente “ir”, pues es posible planificar, alimentar un deseo o tener ganas de partir ¡pero sin llegar a hacerlo!…

 Compartir, partir, ir. Esa mujer responsable de Cáritas nos lo expresaba en dicho encuentro propio del “Camino sinodal” (recordarán que cada zona ha tenido al menos dos antes de la 1ª sesión del “Sínodo de la sinodalidad”). Muchos de nosotros no acabamos de comprender el significado de estos encuentros, seguimos analizando si valen o no la pena, nos rascamos la cabeza preguntándonos adónde nos llevan o qué sentido pueden tener… Ella estaba allí, sinceramente no sé si acaso comprendía del todo el camino que todos, algunos o uno mismo deseábamos hacer juntos. ¡Lo cierto es que participaba con gusto, y nos regaló desde su sencillez esta consigna de su Cáritas local!

Esos tres verbos los han conjugado con su vida hombres y mujeres llamados por el Señor a lo largo de la Historia de la Salvación (Abraham, Moisés, David, los profetas…) ¡María que fue sin demora a visitar a su parienta!; las mujeres que corren hacia el sepulcro del Maestro; los santos y santas de todos los tiempos; ¡nosotros! Pienso en aquellos varones y mujeres que han sido canonizados en estos últimos años, en particular aquellos que de una u otra manera están vinculados a nuestra diócesis o a nuestras vidas, a través de sus hermanos y hermanas, hijos e hijas espirituales que estamos hoy aquí: Nazaria Ignacia March, Artemide Zatti, Maria Domenica Mantovani, Giovanni Battista Scalabrini, y –tan nuestros también – el Santo Cura José Gabriel del Rosario Brochero, los Beatos Fray Mamerto Esquiú, Enrique Angelelli y compañeros mártires, Eduardo Francisco Pironio, y Santa María Antonia de San José ¡Mama Antula!

¡Sólo la alegría, nos puede arrancar de nuestro mezquino y selvático egoísmo! El Papa Francisco en una audiencia a peregrinos llegados a Roma desde Argentina para la canonización de Mamá Antula -citando la Encíclica Fratelli tutti–  hizo referencia a la caridad de esta mujer, sobre todo en el servicio a los más necesitados, y dijo: Hoy se impone con gran fuerza, en medio de esta sociedad que corre el riesgo de olvidar que el individualismo radical es el virus más difícil de vencer. Un virus que engaña. Nos hace creer que todo consiste en dar rienda suelta a las propias ambiciones.

La alegría es fruto del amor y nos lleva a un constante desprenderse: de uno mismo, de tantos bienes innecesarios -y en el caso de los sacerdotes- por qué no decirlo, de la dicha de formar un propio hogar.

Son desafíos muy actuales porque el Señor nos llama a darnos, somos o queremos ser -como Jesús- “Cuerpo entregado y Sangre derramada”. Si no fuera así, me pregunto y les pregunto: ¿qué estamos haciendo aquí?

Esto nos llama a vivir la alegría con una mayor intensidad y universalidad. La necesitamos para buscar y encontrar a Cristo, que es nuestro único bien: “Mi Roca, mi fortaleza y mi libertador, mi Dios, el peñasco en que me refugio, mi escudo, mi fuerza salvadora, mi baluarte” [Salmo 18 (17) 3].

Lo buscamos y cuando nos dejamos encontrar por Él, lo disfrutamos interiormente. Cuando lo hacemos se percibe, porque se lo da a conocer con las palabras y gestos (pues nos llena de alegría). También cuando eso falta ¡se nota!; y cuando abunda también se nota ¡como en Jesús!

¡Alegría! nos lo recordaban esta mañana Alejo y Lula (jóvenes dirigentes del movimiento de las juventudes) cuando nos hablaron a los sacerdotes con tanta confianza y serenidad para animarnos en nuestra vida y misión.

La alegría no es dispersión, disipación, jarana, bullicio. Alegría no es agitación o vacío interior, eso que buscamos para distraernos, sino que nos anima, está precedida de un silencio deseado, de la riqueza interior, de la plenitud de la posesión de nuestra propia vida, es fruto de la posesión perfecta de sí.

No puedo dejar de citar a Santo Tomás (de Aquino), es un año también jubilar para él: La alegría es el primer acto o efecto interno de la caridad, junto a la paz y la misericordia, porque la verdadera alegría nos da paz y brinda misericordia. A ella le siguen otros frutos: la benevolencia, la generosidad propia de la limosna, la corrección fraterna (no el desplumar al hermano de espaldas a él, un vicio muy sacerdotal o presbiteral, y me incluyo).

 

No hay amor más grande que dar la vida por los amigos

Si hablamos de caridad es porque la alegría que deseamos es cristiana, y si es cristiana es virtuosa y es teologal. ¿Qué significa esto? Que nos referimos a lo que el mismo Dios obra en nuestros corazones.

Esta alegría abraza –como en Jesús- todas las alegrías humanas: aquella que es fruto de la contemplación de lo creado; aquella que es fruto de la contemplación de nuestros hermanos y hermanas. ¡Alegría propia del Bien inmutable de Dios! Alegría que caracteriza el amor de benevolencia propio de la amistad: amor que busca y quiere el bien para el amigo antes que el de uno mismo; amor que ama bien al amigo.

La Caridad es el amor de amistad con el que Dios nos ama y nos invita –en Cristo- a amarnos unos a otros ¡Amarnos como Él nos ha amado!

No me refiero a los “amigotes” o “amigotas”, o “amiguitos” o “amiguitas” que más se asemejan a un palenque donde rascarnos, espejos donde mirarnos para una cosmética o maquillaje autorreferencial. Tampoco la amistad verdadera significa simplemente la juntada exclusiva o excluyente con quienes “sólo piensan como uno”, aunque solamente para regodearnos en lo mismo que pensamos (en un mero narcisismo de a dos, o de a tres, o de a grupos).

A los verdaderos amigos los amamos con benevolencia porque no hay amor más grande que dar la vida por los amigos (Juan 15, 13). Benevolencia significa querer bien y querer el bien del otro antes que el propio. El amigo verdadero desea dar la vida por los demás; no exige –como caprichosa pruebita de amor- que “los otros” den su vida por él.

Al amor de caridad le sigue necesariamente el gozo, pues todo el que ama se alegra en la unión con el ser amado. ¡Sí! La consecuencia de la Caridad es el gozo, la alegría. ¡Somos felices porque Dios lo es! ¡Por la alegría de la Trinidad y de su vida íntima! ¡Por la alegría de la Encarnación! ¡Por la alegría de la Redención! ¡Por la alegría de la glorificación de la Bienaventurada Virgen María! ¡Por la alegría de la Comunión de los Santos! ¡Por la alegría de nuestra vocación!

Si no fuera así, insisto: ¿para qué estamos aquí? ¡Sí! Nuestro primer motivo de alegría es mirar, contemplar, amar el misterio de la Trinidad. Dice Jesús: “El que me ama será fiel a mi Palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él” (Juan 14, 23) ¡Eso sólo es posible por el Espíritu Santo!

Es verdad, a veces arriamos (bajamos) demasiado fácilmente la bandera de la Esperanza (también virtud teologal). Ella es el gozo, la alegría anticipada por los bienes del cielo (Así como la vida eterna será la alegría o gozo definitivo de lo que hemos esperado). Lo contrario es la tristeza y hemos de reconocer que la tristeza espiritual nace del egoísmo.

 

¿Cuál es el motivo especial de nuestra alegría?

¡Perdonen hermanos y hermanas aquí presentes que hoy dirija especialmente la mirada a los sacerdotes! ¡Es que hoy es un día del todo especial para ellos, para mí, para nosotros!

El motivo que nos impulsa, anima, cautiva en nuestra vida sacerdotal -hago un juego de palabras- no es otro que el de la “sumisión a su misión”. Ser sumisos a la Misión de Cristo significa ser mediadores, ministros y dispensadores ¡instrumentos! (no meros “representantes”) ¡aún en nuestra inutilidad! No estoy hablando de la “utilidad” propia de la apariencia o el brillo ¡sino la del sabernos amados por el Padre!

A veces nos dicen o decimos (como si fuese EL adjetivo calificativo más preciado y ambicionado): “¡Fulano es tan inteligente, tan brillante!”… ¡Mis hermanos! ¡El diablo también es inteligente y encandila! Pero –digámoslo también- ¡no puede amar, tampoco iluminar! ¡No tiene corazón! ¡Odia y se odia a sí mismo! ¿De qué nos sirve “ser inteligentes” o “que todos lo sepan o reconozcan” si no somos capaces de amar?

Eso lo descubrimos a través de la vivencia alegre del celibato o del voto de castidad en los religiosos, religiosas. Vivido con fecundidad es un signo de verdadera alegría. La alegría de saberse amado por el Padre, como Cristo.

 

Ha llegado la Hora

La Cruz hace de veras fecundo nuestro ministerio: “Mi alimento es hacer la voluntad del Padre” (Juan 4, 34). Pocos días atrás hemos leído este texto de Juan, que es análogo al relato de la oración de Jesús en el Huerto de los olivos en los Evangelios sinópticos: «Ahora mi alma está turbada. ¿Y qué diré?: ¿“Padre, ¿líbrame de esta hora”? ¡Si para eso he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu Nombre!”» (Juan 12, 27-28).

A partir del Jueves Santo viviremos “la Hora” de Jesús. No es en vano que San Pablo VI escribiera sobre la alegría sumido en un dolor muy profundo por las cosas que sucedían en el mundo… “¡El Papa acelera demasiado, el Concilio no quiso decir eso!”; “¡El Papa va demasiado lento con los cambios, el Concilio pretendía otra cosa!”.

Con esos comentarios –que siempre nos parecen sesudos y doctos- al ritmo de enojos y alegrías conforme a nuestro estado de ánimo o al humor de cada momento vivamos o abucheamos; llevamos en andas o guillotinamos a Papas, obispos, sacerdotes, etc. según nuestro modo de pensar o el ritmo de nuestros sentimientos, emociones o gustos (como cuando elegimos el gusto de los helados en la heladería favorita).

Niños o niñas, jugando con muñecas o muñecos, suelen enojarse o alegrarse, sacarle la cabeza o poner en el rincón, armando o desarmando, vistiendo o desvistiendo… según su ánimo imperante.

Bien profetizaba Jeremías en horas bien difíciles: Nada más tortuoso que el corazón humano y no tiene arreglo: ¿quién puede penetrarlo?” (17, 9).

 

La alegría de anunciar el Evangelio

En aquel mismo Año Santo de 1975 en el cual San Pablo VI había regalado a la Iglesia la ya citada Gaudete in DominoAlégrense en el Señor, sobre la alegría cristiana, el 8 de diciembre, Solemnidad de la Inmaculada Concepción, como una consecuencia lógica y teológica del gozo en Cristo, fue publicada una nueva Exhortación Apostólica: “Evangelii Nuntiandi” -el Anuncio del Evangelio- porque, bien nos anima el Apóstol: “Si anuncio el Evangelio, no lo hago para gloriarme: al contrario, es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Corintios 9, 16).

La alegría que nos anima, no se trata de aquella propia del mirarse al espejo para reconocer que estamos bien o muy bien; que somos más o menos lindos, inteligentes o buenos… ¡Se trata de la alegría que nos impulsa a anunciar el Evangelio!  Ahora, me tomo la libertad de citar algunos documentos del magisterio de la Iglesia universal, vinculados especialmente con la alegría y el gozo de evangelizar. No haré sino mencionar los títulos –de por sí significativos- y tema central de cada uno porque éstos tienen mucho que decirnos HOY.

 

1962 Gaude Mater Ecclesia

San Juan XXIII –el Papa Bueno- (si bien para tantos a partir de él ya no reconocieron más la autoridad Petrina que le fue encomendada por el Espíritu Santo) al inaugurar solemnemente la Primera Sesión del Concilio Vaticano II (el 11 de octubre de 1962), pronunció uno de sus más bellos mensajes, bajo el título (las primeras palabras del documento): “Gaude Mater Ecclesia” – ¡Alégrate, Madre Iglesia! Él ya sabía de su enfermedad y que había sido elegido como un “Papa de transición”; el Señor estaba cerca (falleció el 3 de junio de 1963).

¿Qué nos pasa? ¿Por qué – aún hoy – no comprendemos el camino que Concilio Vaticano II nos invita a transitar juntos? En un momento difícil y complejo, aunque lleno de Esperanza, fue inaugurado con esas palabras. Éstas ya indican el sentido de su enseñanza y necesidad de una verdadera reforma.

 1965 Gaudium et spes – Los gozos y las esperanzas

Uno de los documentos más importantes del Concilio Vaticano II ha sido aquel en el que –entre tantos otros- San Juan Pablo II (Card.  Karol Wojtyła entonces) puso su alma, vida y corazón: Gaudium et Spes (los gozos y esperanzas) sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, aprobado el 7 de diciembre de 1965.

 1975 Gaudete in Domino – Alégrense en el Señor

¿Qué nos dice hoy el hecho que San Pablo VI nos haya hablado de la alegría cristiana enmomentos de tanta violencia, crítica ácida y divisiones por doquier?

 2013 Evangelii gaudium – La alegría del Evangelio

En la Solemnidad de Cristo Rey de ese año, pocos meses de su elección como sucesor de Pedro, el Papa Francisco publica este verdadero “documento programático” de su pontificado. Lo centra en el anuncio del Evangelio en el mundo actual. Basta con leer, insisto, su título –las primeras palabras del texto- para comprender su deseo de dar pasos en la continuidad de una verdadera reforma, en la línea de la Evangelii nuntiandi y la Gaudium et spes.

 2016 Amoris laetitia – La alegría del amor

La alegría del amor que se vive en las familias es también el júbilo de la Iglesia. Fruto del Sínodo sobre la Familia que –como el presente “Sínodo sobre la sinodalidad”- fue celebrado en dos sesiones (2014 y 2015), anuncia el papel evangelizador de la Familia. En ambientes “eclesiásticos” ¡aún antes de una lectura pausada y profunda!… ya fue “despedazada” esta Exhortación buscando ver qué cosa se decía o no se decía, a favor o en contra del magisterio (más bien escuchando al periodista o –de nuevo- al gurú de turno) sin llegar a comprender o tratar de entender que el verdadero corazón de ese documento es justamente la Alegría del Amor y el acompañamiento a las familias.

 2017 Veritatis gaudium – La alegría de la verdad

Esta Constitución Apostólica pone en manifiesto el deseo vehemente que deja inquieto el corazón del hombre hasta que encuentre, habite y comparta con todos la Luz de Dios. Se trata de un texto no muy conocido, pero que indica también el tono necesario para el estudio de la Verdad revelada (por ende, de los estudios eclesiásticos y / o facultades eclesiásticas). ¡Qué importante para muchos de nosotros, formadores, catequistas, profesores, seminaristas y todos que nos interesamos en aprender y enseñar el gozo de la Verdad! ¿Acaso no reconocemos en Cristo Jesús el Camino, la Verdad y la Vida? ¡Sí! Los cristianos amamos la verdad como se ama una persona.

 2019 Gaudete et exsultate – Alégrense y regocíjense

Se trata de un bellísimo texto sobre el llamado a la santidad en el mundo actual, alertándonos especialmente ante las tentaciones de dos sutiles enemigos de la santidad: la de una mente sin Dios y sin carne, una doctrina sin misterio (el misterio de Dios y de su gracia, como el misterio de la vida de los demás), exaltando indebidamente el conocimiento o una determinada experiencia, considerando que la propia visión de la realidad es la perfección. Por otra parte, el engaño de una voluntad sin humildad, sosteniendo la salvación – justificación por las propias fuerzas, y por lo tanto la adoración de la voluntad humana y de la propia capacidad, (esto se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista privada del verdadero amor).

La Iglesia quiere transmitir la doctrina en su pureza e integridad, sin atenuaciones ni deformaciones. Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época. Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que prestamos fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo.

En este camino de reforma en la continuidad y no en la ruptura –usando la expresión de Benedicto XVI en su bellísimo discurso a la Curia romana del 22 de diciembre de 2005- la alegría tiene un lugar destacado ¡único!

Repito, no quiero referirme de una manera simplista a una lectura de los títulos de cada documento citado, sino a su profundo contenido que en sí los abraza a todos en una verdadera exhortación espiritual. Lo digo hoy en esta Misa Crismal ante todo el presbiterio.

 

La alegría nos invita a vivir la cercanía

La alegría sacerdotal nos permite estar cerca, es decir experimentar las cercanías que el mismo Papa Francisco confiaba a los sacerdotes (al concluir un Simposio sobre la Teología del Sacerdocio el 17 de febrero de 2022): Cercanía con Dios; con el Obispo; entre los mismos sacerdotes; con el Pueblo de Dios que nos ha sido confiado.

Hoy nos lo decían Lula y Alejo: la importancia de saber acompañar, la cercanía. Uno realmente respira de un hermano sacerdote la cercanía con Dios, la cercanía con el obispo, entre los sacerdotes, con el Pueblo que nos ha sido confiado, y que tratamos tan mal.

Ya lo señalaba Pío XII, el aislamiento lleva a la soledad. La soledad material, que –de hecho- vivimos mucho de nosotros por las distancias, es verdad, es una diócesis inmensa. Pero preocupa mucho más la distancia moral y psicológica, hecha de indiferencia, egoísmo, cerrazón…”no, para qué voy a ir, siempre lo mismo… el obispo siempre el mismo…”. El aislamiento espiritual, y lo distingo de ese aislamiento que es fecundo, de la necesidad de tener tiempos y espacios para saber retirarse, para rezar, para reflexionar. Pero preocupa esa lejanía espiritual que hace crear una verdadera costra, dureza… la del aislamiento. Una cosa es la soledad de quien se consagra a Dios como eremita o ermitaño; otra completamente diversa es la de hacernos “huraños” ¡esa es otra cosa!

Preocupa el aislamiento propio del autosuficiente, el que nos hace incapaces de alabar al hermano que triunfa; nos hace capaces de alegrarnos irónicamente del que fracasa… ¡“Ya lo decía yo, sabía que esto no iba a funcionar; que tal o cual no eran capaces para eso; que era simplemente cuestión de esperar, cuestión de tiempo y ver cómo eso se caía!; ¿Te acordás que te dije?”…

Preocupa el aislamiento que provoca el despreocuparse del que “cae”, y -al contrario- pretender tener “toda la claridad respecto a la oscuridad de los otros”.

¡Cosas propias de quien -pretendiendo ser realista- alimenta la amargura y siembra pesimismo! ¡el que se siente arrinconado y mastica el vidrio del complejo de inferioridad!

Aislamiento del que priva al hermano de la fecunda experiencia de la corrección fraterna con auto excusas (“Lo que pasa es que me molesta”; “Lo que pasa es que le molesta”, etc.). ¡Hemos de asumir que corregir al hermano puede resultar doloroso para él o para cada uno de nosotros! ¡Pero finalmente allí hemos de estar, siendo fieles, al lado del que sufre aún sin saberlo! ¡Fidelidad es “Permanecer”, “estar”!

Es verdad, nos hace falta poner en juego nuestros propios talentos; necesitamos del aliento que anima sin adular; la experiencia que ayuda y educa sin violentar; la corrección fraterna, que -si es a tiempo y es delicada- abre posibilidades insospechadas y no hunde a nadie, y menos se transforma en fáciles corrillos exclusivos o excluyentes (a veces más parecidos a un pelotón de fusilamiento que al deseo de una corrección fraterna). Pienso que es mejor ser servicio sacerdotal de urgencia que un pelotón de fusilamiento.  Atención con la soledad que se hace “solitariedad”, la que es propia del francotirador, que no deja espacio a la caridad teologal.

¡Qué importante resulta saber compartir los momentos comunitarios que –especialmente para los sacerdotes- ofrecen los periódicos encuentros zonales y arquidiocesanos!; ¡los días de reflexión y actualización pastoral!; ¡los retiros espirituales organizados cada año para el clero!; ¡los encuentros para “sacerdotes jóvenes”!

 

La alegría que nos impulsa al “don” y el “perdón”

Salgamos nosotros a encontrar a Cristo en los demás, a mis hermanos sacerdotes, al Pueblo de Dios que nos ha sido encomendado, eso significa donación de sí mismo. Dos palabras que van juntas: Don/donarse, perdón/perdonarse mutuamente. Han de anidar íntimamente unidas en el corazón sacerdotal, porque la nuestra es una vocación a “con – donación sagrada”, una “entrega mutua sacerdotal”.

Esto exige saber y querer reunirnos en ocasiones para vivir más íntima e intensamente en la comunión, que es común unidad. No me refiero simplemente, aunque esté bien, para resolver problemas, cambiar estructuras, organizar las cosas: Tampoco como recurso para exigir que “los otros” cambien con una letanía continua y cuasi única: “No estoy de acuerdo con esto, no estoy de acuerdo con esto, no estoy de acuerdo con esto…”.

Permítanme una confesión pública, que uno se anima a hacer en este contexto de alegría propio de la Misa Crismal. Los pecados que lamentablemente se hacen “comunes”, propios de ambientes que se cierran ante la realidad son:

La crítica –no en cuanto a “valoración”, “ponderación”, “discernimiento” de acciones u omisiones- sino por criticar nomás.

La injuria, que consiste en decir algo ofensivo de otro hermano / hermana.

La calumnia, por atribuir la comisión de un delito a un hermano.

La omisión, que –justamente- evita la cercanía o “las cercanías” (vide supra).

Esto reseca las fuentes de nuestro sacerdocio, seca la fuente misma del amor, seca la cercanía, seca la alegría.

Mis hermanos, vivamos con generosidad la austera alegría de una verdadera amistad sacerdotal, que como tal sea santificadora, porque su marca es el don de la gracia en el mundo, porque “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.” (Juan 3,16).

Somos nosotros los que decimos -señalando y alejando-: “Vos no”, “vos tampoco”, “¿él? ¡de ninguna manera!” (Esperando de los demás una conversión que no la esperamos, no la deseamos… ¡y quizás tampoco la buscamos de nosotros mismos!).

  

La alegría propia del ministerio sacerdotal

¿Y cuál es la alegría propia del ministerio que se nos ha dado?

Reconocer la novedad de la humanidad de Cristo; la alegría de Cristo amado por El Padre; la de Cristo –el testigo Fiel- que nos amó y nos purificó de nuestros pecados por medio de su sangre e hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre (como lo confiesa el bellísimo texto del Apocalipsis leído como segunda lectura de la Misa Crismal). Nos sabernos partícipes del misterio de esa alegría.

En la Última Cena, Jesús revela toda su intimidad con un tono especial de alegría: “Les digo esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto” (Juan 15, 11).

Él entrega la vida, nadie se la quita. Esa misma alegría de Cristo Resucitado la dona por el Espíritu a los suyos. La alegría es fruto del Espíritu Santo, tal como Pablo nos lo predica; “El fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia” (Gálatas 5, 22-23).

Se trata, de una alegría para todo el pueblo, tal como el Ángel del Señor lo anunció a los pastores cuando nació “Manuelito” (el Emanuel pequeño) como lo llamaba la Mamá Antula, al pequeño bebé de María: “No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lucas 2, 10-11).

Ese modo de manifestar esa alegría tiene íntima relación con nuestro triple oficio: anunciar, celebrar, testimoniar:

1.-Anunciar esa alegría, que es el primer fruto del Espíritu. Quien sigue a Cristo, hombre perfecto, se hace más humano, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre. Es la alegría propia del profeta (el texto que escuchamos en la primera lectura).

2.- Celebrar la alegría. Es lo propio del oficio que se nos ha encomendado ¡celebrar la alegría anunciada! La palabra que anunciamos se ha hecho carne y se dona en el Sacramento. Decía San Ambrosio: “Tú te has mostrado a mí cara a cara, y yo te encuentro en los sacramentos”. Donar y perdonar; donarse y perdonarse mutuamente; partir el Pan de la Eucaristía; vivir el misterio de la Reconciliación; acompañar al que sufre a través de la Unción… ¡Todo esto nos está llamando, nos está arrancando esa alegría que no nos pertenece, que viene del Señor para nuestro Pueblo!

3.- Animar con el testimonio. Ser testigos valientes de la vida cristiana en nuestras comunidades. Esto es: educar, servir, para una vida cristiana gozosa. El Bien –bien lo sabemos- es difusivo de sí mismo, ¿no lo aprendimos en Filosofía? (hay seminaristas acá que están comenzando a peinar estas ideas). El Bien se expande, como también el Evangelio, Buena Noticia. Somos testigos de la Luz y hemos de iluminar, no podemos esconder esa luz. Hemos sido ungidos y ese perfume ha de expandirse e inundar nuestros ambientes. La música de la fiesta se escucha desde lejos. La luz, que sana al ciego, el perfume de María de Betania, la música de la fiesta por el hijo que volvió a casa ¡no pueden ocultarse o disimularse! La luz no puede cancelar su claridad; el perfume no puede anular su fragancia; la música de una fiesta puede acallarse.

La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales, y –además- como lo hemos escuchado en la Liturgia de la Palabra ¡“hemos sido consagrados por la unción”! (cf. Isaías 61, 1; Lucas 4,18).

Con realismo exhortaba Pablo VI en la Gaudete in Domino: que nuestros hijos inquietos de ciertos grupos rechacen los excesos de la crítica sistemática y aniquiladora, sin necesidad de salirse de una visión realista que las comunidades cristianas se conviertan en lugares de confianza recta y serena, donde todos sus miembros se entrenen en el discernimiento de los aspectos positivos de las personas y los acontecimientos. El Amor no se alegra en la injusticia, sino que se regocija en la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (n. 74).

 

 La alegría de la entrega

 Hoy nos acompañan dos hermanos muy queridos, que ilustran, en nuestro contexto, lo que he querido garabatear sobre la alegría sacerdotal. Lo digo con dos frases de Pablo: Dios ama al que da con alegría (2ª Corintios 9, 7); Hay más alegría en dar que en recibir (Hechos 20, 35).

Me gustaría citar en este mismo contexto, al poeta español, premio Nobel de Literatura en 1989, Camilo José Cela en el verso de un soneto que ilustra lo que quisiera decirles: “Más atesoro cuanto más entrego”.

Dos obispos auxiliares de nuestra diócesis fueron enviados a la Patagonia en diversos momentos.

Hace más de veinte años, en marzo de 2003, Mons. Néstor Navarro, quien concelebra con todos nosotros fue nombrado por San Juan Pablo II, Obispo titular de la diócesis de Alto Valle de Río Negro. Casi siete años más tarde, en febrero de 2010, Benedicto XVI le aceptó la renuncia por motivos de edad (cercano a cumplir 75 años). ¡Hoy celebra con nosotros noventa años! Un misterio de la Providencia. ¡Cuánta riqueza ha significado para la diócesis su riqueza y sabiduría acumuladas! Te enviaron a una misión fuera de la diócesis, volviste con el corazón dilatado con esa experiencia y has querido seguir desplegándola con generosa entrega.

A vos querido Jorge (Wagner), Obispo auxiliar desde noviembre de 2019, el pasado 20 de febrero, el Papa Francisco te ha elegido Obispo de Comodoro Rivadavia. Como Obispo Auxiliar, has sido mi hermano y compañero en el camino de Emaús, de ida y de vuelta. De ida, porque a veces rumiando cosas tristes o dolorosas, sin encontrarles el sentido, pero ayudándonos mutuamente a tratar de verlas un poco más claro. De vuelta, alegrándonos también por haber reconocido al Señor en tantas ocasiones buenas, verdaderas y bellas. Hoy –de alguna manera- te despedimos. Algún día regresarás para contarnos, si bien quizá muchos ya no estemos aquí, lo que habrás visto, lo que habrás oído, lo que habrán tocado tus manos respecto al Cristo Resucitado. ¡Nos dirás aquel día todo lo que el Señor habrá hecho en vos!: ¡Grandes cosas, sin duda, porque su nombre es Santo! No lo olvides nunca desde tu entrega sencilla y cotidiana: ¡Somos simples servidores!

Es bueno que los caminos del Señor no sean nuestros caminos; tampoco sus pensamientos son los nuestros [“No conviene pedir un auxiliar porque te lo quitan”; “pedí más bien uno de afuera”; “no se te ocurra tal o cual”; etc.] ¡Tantas cosas se escuchan! ¡Uno las agradece, las piensa, las rumia y –finalmente- espera que el Señor y su Iglesia digan una palabra!

Pero entonces, al mismo tiempo, me pregunto: ¿Qué hacen hoy aquí entre nosotros Adrián Martínez, Walter Paris, Fabio Oller o Adán Caraballo? (sacerdotes de nuestra arquidiócesis llegados “desde la Patagonia”) ¿Y tantos otros –religiosos y religiosas, laicos y laicas- que han llegado de otras tierras? ¿Tendríamos que haberlos hecho pasar antes por la aduana o un control “telúrico – sanitario”? ¿Deberíamos haber previsto un impuesto o tasa de origen? ¿Acaso estamos aquí porque nos hemos elegido mutuamente? ¡Estamos aquí como somos y los que somos! ¡No nos hemos pedido explicaciones o pasaportes unos a otros! ¡Gracias a Dios así se va tejiendo la Historia de Salvación!

Que Dios nos abra a la entrega, a una generosa alegría. Es verdad, nos alegra, y duele ¡porque es pascual! Por la Cruz vamos a la Luz.

Nuestra mirada final a nuestra querida Madre y Señora de la Merced. Sabes cuándo falta el vino; bien lo sabes Madre, como en Caná.  Tú puedes hacer tuyas las palabras de Isaías que se leen en la Navidad: “Tú has multiplicado la alegría, has acrecentado el gozo; ellos se regocijan en tu presencia, como se goza en la cosecha, como cuando reina la alegría por el reparto del botín” (Isaías 9, 2). Tú eres Madre, causa de nuestra alegría, de esa alegría que nadie podrá quitarnos (cf. Juan 16, 22). ¡Tú cambiaste el Miserere en Magnificat! Danos de parte de tu Hijo, nuestro Hermano, la eterna alegría, condúcenos a los santos especialmente en este jubileo por los noventa años de la creación de la diócesis.

Te pedimos nos acompañes, el lema elegido se hace deseo y oración:

 

Seguimos caminando con María, esperanza renovada y memoria agradecida

Ahora escucharemos la “Zamba del misterio sacerdotal” con letra tomada del poema del sacerdote[2] del Beato Eduardo Francisco Pironio. La interpretarán para nosotros dos hermanos sacerdotes. Es un texto muy bello, también su música… (Bello también porque –cansados de este sermón- se van a poder despertar con un dulce cantar).

¡Gracias! Felicidades, hermanos sacerdotes.

Ustedes que son mi alegría y mi corona, amados míos, perseveren firmemente en el Señor (…) Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense, Que la bondad de ustedes sea conocida por todos los hombres. El Señor está cerca.” (Filipenses 4,1.4-5).

Fraternalmente en Cristo Resucitado y María Madre y Maestra de la Merced

+ Fray Carlos Alfonso Azpiroz Costa OP

Arzobispo de Bahía Blanca

 

[1] Juana Inés de Asbaje y Ramírez; (San Miguel de Nepantla, actual México, 1651 – Ciudad de México, id., 1695.) Escritora mexicana, la mayor figura de las letras hispanoamericanas del siglo XVII. Perteneció a la Orden de los Jerónimos.

[2] Recitado por él mismo, en la clausura del curso 1962- 1963 del Seminario menor de Buenos Aires. Él que era entonces Rector del seminario mayor.