Mensaje de fray Carlos con ocasión del 90° aniversario de la creación de la Diócesis de Bahía Blanca
A+M
«Enséñanos a calcular nuestros años,
para que nuestro corazón alcance la sabiduría»
Salmo 90 (89), 12
Celebrando el 90º aniversario de la creación de la Diócesis de Bahía Blanca
Queridos hermanos y hermanas, pueblo peregrino de la Arquidiócesis de Bahía Blanca:
Celebrando anticipadamente el IV Domingo de Pascua – Domingo del Buen Pastor quisiera de alguna manera llegar con estas palabras a cada rincón de nuestra querida Arquidiócesis de Bahía Blanca. Hoy, 20 de abril de 2024, hacemos memoria del 90º aniversario de la Bula (Documento papal) Nobilis Argentinae nationis Ecclesia / “La noble Iglesia de la nación Argentina”, con la cual el papa Pío XI creó la diócesis de Bahía Blanca (junto a las diócesis de Jujuy, La Rioja, Mendoza, San Luis, Río Cuarto, Rosario, Mercedes, Azul y Viedma)[1].
Me gustaría de alguna manera agradecer a Dios por todos los que han vivido en ella, los que viven, los que vivan de aquí en más. Los bendigo, doy gracias y rezo por ellos, por ustedes mis hermanos y hermanas, en esta Misa que es Acción de Gracias – Eucaristía. Nos une –como escribía el Santo Cura Brochero a un amigo- una verdadera, buena y bella intención: “orar por los hombres pasados, por los presentes y por los que han de venir hasta el fin del mundo”[2].
Celebramos el don y dignidad de la vida de cada uno y de todos como miembros del Cuerpo de Cristo en la Historia; del Pueblo de Dios.
El pasado 8 de abril (con ocasión de la Solemnidad de la Anunciación del Señor –postergada este año- ya que el 25 de marzo coincidió con el Lunes Santo) ha sido promulgada la Declaración Dignitas infinita / Una dignidad infinita (del Dicasterio para la Doctrina de la Fe).
La Iglesia, providencialmente a las puertas de este aniversario tan significativo, nos invita a desplegar una conciencia progresiva de dicha dignidad y por ello anuncia, promueve y se hace garante de la misma, porque esa dignidad ¡es fundamento de los derechos y deberes humanos! El citado documento insiste en el respeto incondicionado de esta dignidad humana, recogiendo también la rica y fecunda tradición del pensamiento cristiano. Al mismo tiempo nos llama la atención sobre algunas violaciones graves de la dignidad humana que son de especial actualidad: la pobreza, la guerra, la trata de personas, los abusos sexuales, la violencia contra las mujeres, el aborto, la maternidad subrogada, la eutanasia y el suicidio asistido, el descarte de las personas con discapacidad, la teoría de género, el cambio de sexo, la violencia digital.
Muchos de esos desafíos han sido desde siempre objeto de especial consideración, ¡también hace 90 años! Otros -sin duda- aparecen como “nuevos” a nuestra mirada, a nuestro corazón y a nuestro renovado deseo de ser testigos del Evangelio en estos tiempos difíciles y a la vez salvíficos.
Me pregunto cómo podemos responder a tantos y tan profundos planteos y cuestiones con palabras de gracia y verdad como hermanos y hermanas en Cristo Buen Pastor Resucitado.
Celebrar el don de la vida – el de cada uno y el de nuestra arquidiócesis- ante todo nos invita a recordar, es decir “hacer memoria”. En castellano recordar etimológicamente significa: re (volver) y cor – cordis (corazón): volver a poner en el corazón aquello que quizás ha quedado fuera. Es curioso porque la palabra inglesa remember, expresa algo análogo: volver a unir, a organizar (“membrar”) lo que pudiese estar suelto, desordenado, o desmembrado.
¿Cómo recordar o hacer memoria? Hay modos muy diversos de recordar el pasado. Podemos recordar el pasado asustados por el presente o paralizados frente al futuro incierto que nos espera. Entonces, como el pasado pareciera más fácil de ‘controlar’, seleccionamos recuerdos, cosas que contar, etc. Aislamos o separamos -como en un laboratorio o en un “depósito de recuerdos”- aquello que selectivamente queremos recordar, queremos que los demás recuerden, queremos olvidar y que los demás olviden.
Usamos algo así como una “memoria selectiva” que nos ofrezca simplemente argumentos para la discusión. Lo recordado puede convertirse a veces en una especie de raqueta o paleta playera con el que de vez en cuando le tiramos la pelota al contrincante “recordándole” algunas cosas “suyas” para ganarle. Podemos de la misma manera escamotear algún dato de la historia –nuestra historia- que no convenga precisamente recordar… como un prestidigitador que distrae o ilusiona a quien lo observa, haciéndole mirar exclusivamente lo que él –como mago- quiere. Así podemos usar el pasado a nuestro gusto, podemos manipularlo más o menos según las propias exigencias, necesidades y … ¡caprichos! (ideologías).
Puedo recordar el pasado escondiéndome de una realidad actual que me asusta, buscando un espacio en el que me siento seguro y del cual no quiero salir (como metiéndome en una cueva), huyendo.
El poeta español –Jorge Manrique- escribía acerca de la caducidad del tiempo, de la vida y de la muerte, concluyendo: “Cómo a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor”[3]. Del mismo modo podemos recordar señalando a las nuevas generaciones: “¡Aquellos sí que eran buenos tiempos! ¡No como ahora!”. Si esto fuese verdad, no debiéramos extrañarnos entonces que hoy algunos jóvenes busquen no pocas veces en el pasado un refugio seguro frente al presente incierto que estamos viviendo.
Pero la experiencia de la Palabra de Dios nos invita a hacer memoria de otro modo: reconociendo y contemplando en la historia el paso de Dios por nuestras vidas. Ese recuerdo se hace memorial y anima con esperanza a vivir lo que viene, el futuro.
Los profetas, por ejemplo, miran al pasado –en medio de tiempos nada fáciles- para ayudar al pueblo a recordar. Así lo hace San Pablo: “¿Qué diremos después de todo esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” [Romanos 8, 31]. ¡Dios es fiel!¡Dios se acuerda de nosotros! ¡Somos nosotros los que nos olvidamos de Él! La fidelidad de Dios traduce, de alguna manera, su “eternidad” en un lenguaje afectivo, del corazón, más comprensible ¡propio de la Biblia!
Recordando descubrimos la fidelidad de Dios. Dios ha sido fiel, es fiel y seguirá siendo fiel. Eso nos anima a contemplar y vivir nuestro tiempo, el hoy, con esperanza. ¿No llamamos a esto, justamente la “memoria del corazón”? ¿No es esa memoria la que nos ayuda a abrazar toda la propia existencia sin miedo?
He tenido en mis manos el texto preparado por nuestra querida historiadora Emma Vila con ocasión de este singular aniversario. ¡Qué bella historia! ¡Nuestra historia! En este sentido, esta fiesta nos invita a elevar una súplica al Señor, usando las palabras del salmista: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que nuestro corazón alcance la sabiduría”; o -en otras traducciones- “para que adquiramos un corazón sensato” [Salmo 90 (89), 12].
¿Qué queremos decir con “sabiduría”? ¿qué es un “corazón sensato”? Necesitaríamos para discernirlo, justamente, la sabia o sensata palabra de los expertos en Biblia, antropología filosófica y teológica, incluso ¡en poesía! De todas maneras, creo que un corazón sabio – sensato es un corazón prudente y a la vez fiel. El corazón prudente es memorioso, fiel al ser, contemplativo…
Hablar de 90 años –humanamente es un tramo de vida de veras considerable- me recuerda al Apóstol San Juan, rumiando seguramente en su ancianidad su propia historia de salvación; su historia de amistad con Jesús. Juan inicia su primera carta de esta manera: “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos… es lo que les anunciamos” [cf. 1 Juan 1, 1].
El camino de Juan comienza quizás como el de un joven inquieto, celoso, algo impulsivo ¡determinado y determinante! Basten dos textos que la predicación de Lucas nos regala (uno a continuación del otro); ¡son realmente son muy gráficos!:
“Juan, dirigiéndose a Jesús, le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre y tratamos de impedírselo, porque no es de los nuestros». Pero Jesús le dijo: «No se lo impidan, porque el que no está contra ustedes, está con ustedes»” [Lucas 9, 49-50].
“Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén y envió mensajeros delante de él. Ellos partieron y entraron en un pueblo de Samaría para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron porque se dirigía a Jerusalén. Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron esto, le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos caer fuego del cielo para consumirlos?». Pero él se dio vuelta y los reprendió. Y se fueron a otro pueblo” [Lucas 9, 51 b – 56].
No parece aquel joven ser el mismo que insiste -una y otra vez- en su 1ª Carta: Queridos, Hijos, Hijitos míos ¡ámense los unos a los otros! Realmente, contemplamos en él toda una vida siguiendo a Jesús (desde su misma juventud, hasta su muerte; siendo el único que, según la tradición, murió anciano… y no martirizado como el resto de sus compañeros Apóstoles).
San Gregorio de Nacianzo (329-389), en el contexto de las discusiones cristológicas de su tiempo, refiriéndose más precisamente a la naturaleza humana asumida por el Verbo, afirma: “Lo que no se asume no se salva”. De modo análogo, es importante que cada uno de nosotros, y quienes conformamos una comunidad podamos asumir nuestra historia.
¡Qué bien nos hace –una y otra vez- volver a leer bellísimo texto inicial de la Gaudium et Spes!: Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia.
Pienso –iluminado por esas palabras anunciadas al mundo 30 años después de la creación de nuestra diócesis- en los gozos y esperanzas, tristezas y angustias de nuestros hermanos y hermanas; los de nuestras comunidades.
Sólo así podemos sanar aquello que ha de ser sanado con la ayuda de la gracia divina; sólo así podemos recordar, calcular nuestros años, adquirir un corazón sensato. Esto es clave en la vida, y también en nuestra vida diocesana. Es importante hacerlo «hoy». El Libro de los Salmos, nos ayuda a orar a Dios -en primera persona del singular- para asumir nuestra propia fragilidad:
“Señor, dame a conocer mi fin
y cuál es la medida de mis días
para que comprenda lo frágil que soy:
no me diste más que un palmo de vida,
y mi existencia es como nada ante ti.
Ahí está el hombre: es tan sólo un soplo,
pasa lo mismo que una sombra;
se inquieta por cosas fugaces
y atesora sin saber para quién.
Y ahora, Señor, ¿qué esperanza me queda?
Mi esperanza está puesta sólo en ti:
Líbrame de todas mis maldades,
y no me expongas a la burla de los necios.
Yo me callo, no me atrevo a abrir la boca,
porque eres tú quien hizo todo esto”. [Salmo 39 (38) 5-10]
Para intentar definir nuestro modo de ver la historia podemos apelar a la bella intuición de Santo Tomás de Aquino (1225 – 1274): “Contemplare et contemplata aliis traedere[4]” / Contemplar y dar a los demás el fruto de lo contemplado (por cierto –no puedo mentirles- esta es una expresión muy amada por la tradición de la Orden de Predicadores a la que perteneció el Doctor Angélico, pues es también una síntesis clara de dicho carisma).
Cuando se recuerda, especialmente si el recuerdo se hace celebración, es imprescindible leer, ver, escuchar y contemplar la realidad; abrazar y conservar en el corazón lo visto y oído y así discernir, interpretar lo que hemos contemplado para -como fruto de ello- actuar, responder, pronunciar palabras de gracia y verdad que inviten también a otros a encarnar esas palabras y así: alabar, bendecir y anunciar lo atesorado en el corazón a todo el mundo.
Una breve, digamos, “Antropología teológica evangélica” nos ayudará –como en otras ocasiones lo he querido compartir- a purificar nuestra memoria y poder así celebrar con mayor alegría.
1.“Los ojos son la lámpara del cuerpo, si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso”
Mateo 6, 22
ver – escuchar – contemplar
La historia de la diócesis de Bahía Blanca nos invita a ver la realidad con «ojos abiertos». Esto significa: ¡ser contemplativos! ¡para realmente saber mirar! Desde sus palabras y gestos, Jesús, verdadero Maestro, nos interpela como comunidad arquidiocesana en esta significativa celebración preguntándonos: ¿Qué miran?; ¿Qué buscan?; o como preguntó a sus primeros discípulos ¿Qué quieren? [Juan 1, 38].
La mirada expresa en el Evangelio no solamente la capacidad sensible de “ver” sino también la de “escuchar”, por lo tanto, la de obedecer, comprender, entender, conocer… En síntesis: ¡la apertura a la realidad!
Frente a la realidad del mundo que nos interpela; de la Iglesia que nos necesita; de nuestro pueblo al que intentamos servir: ¿Cuál es nuestra mirada? ¿Cómo vemos la vida cotidiana de nuestras comunidades, su comunión y misión?
En nuestra vida cotidiana podemos tener diversas miradas, por citar sólo algunas, mencionaría: las del “espía”; las del mero “observador” o “espectador”; la mirada contemplativa.
Los ojos de quien espía, buscan siempre encontrar algo ya previamente imaginado, ya definido, o al menos ‘sospechado’. A veces lo que descubrimos es malo, y si bien no hubiésemos querido descubrirlo, nos consuela haberlo hecho ¡porque era “lo que sospechábamos”! ¡Confirmamos lo que nuestra mirada sagaz y certera había sospechado! El espía busca ver en alguien, algo que tarde o temprano terminará dando razón a sus propias sospechas. Y si no lo encontrase, llegará incluso a juzgar intenciones en los otros ¡pues de alguna manera “él” tenía razón! ¡Entonces, anunciará –mediante denuncia o acusación- que sus sospechas estaban bien fundadas!
A veces, influenciados por los medios de comunicación, redes, etc. nos convertimos en agudos “observadores” (Quizás “observantes” ¡sí!: ¡pero de los demás!). Nos constituimos así en verdaderos expertos en diversas materias. Miramos lo que sucede alrededor nuestro, o lo que les pasa a las personas, instituciones, comunidades (la propia ‘comunidad’, ‘pastoral’ en la que intento servir o ‘movimiento’, ‘grupo’, ‘capilla’, ‘parroquia’, ‘¡la Iglesia!’, etc.) pero como espectadores ante la TV. Somos improvisados comentaristas deportivos, más o menos profesionales en las disciplinas más variadas ¡sin mover un solo dedo, sin arremangarnos, sin sudar la camiseta, sin ponernos los “pantalones cortos”! Vemos y opinamos sobre la realidad como tantas publicaciones de amplia difusión siempre seguras de contar con un océano de información (aunque de muy poca profundidad, por cierto). Así se manipula la opinión pública y después -si se comprueba que no se ha dicho la verdad- simplemente se cancela todo con un oportuno y minúsculo “perdón” (más o menos convincente). Así observamos lo que los demás viven o hacen (¡piensan!). Como los espectadores en un estadio ¡gritamos! ¡damos vivas o abucheamos a los jugadores sin demasiados esfuerzos físico – deportivos! Como los observadores o expertos enviados a determinadas misiones, nos limitamos a eso: observar y ofrecer oportunamente un informe.
Los ojos contemplativos descubren los gozos y las esperanzas, las tristezas y angustias de los demás. Por ello son ojos abiertos, solidarios y compasivos, asumen la realidad.
Un hombre o mujer al que las cosas no le parecen tal como son, sino que nunca se percata más que de sí mismo, porque únicamente mira hacia sí, no sólo ha perdido la posibilidad de ser justo, sino también la salud del alma[5]. Dicha incapacidad para ver no otra cosa que sea “uno mismo” nos hace narcisistas. El narcisismo –individual o colectivo- provoca, primero, cierto estrabismo en la mirada (por mirarnos solamente a nosotros mismos) transformando lo real tan solo en un espejo donde nos reflejamos; en segundo lugar, nos va encegueciendo ¡no podemos mirar nada más!
La contemplación no es ciega… al contrario ¡es clarividente! Contemplamos a Dios y sus misterios, a nuestros hermanos y hermanas, al mundo y los desafíos que éste nos hace como predicadores. ¿Podemos decir que amamos a Dios, a quien NO vemos, si no amamos a los hermanos y hermanas a quienes vemos? ¿No seríamos unos mentirosos? ¡Pues tampoco podemos decir que contemplamos los misterios de Dios a quien NO vemos, si no somos capaces de contemplar los misterios de los hermanos y hermanas a quienes sí vemos! Me refiero a nuestros propios misterios de gozo y de luz, de dolor y de cruz que transitamos en el camino hacia la gloria, la vida eterna.
2. “Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”
Mateo 6, 21
juzgar – discernir – interpretar
¿Dónde está nuestro tesoro? Pues: ¡Allí estará nuestro corazón!… ¿Dónde está nuestro corazón? Entonces: ¡Allí estará nuestro tesoro!
Celebrar este singular aniversario nos llama a ser hombres y mujeres de «corazón abierto», apasionado por Dios y nuestros hermanos, hermanas. Leemos en el Salmo 42 (41), 8:
Un abismo llama a otro abismo,
con el estruendo de tus cataratas;
tus torrentes y tus olas
pasaron sobre mí.
Ese “abismo” es el de nuestro propio corazón, ¡el alma! El Señor nos invita a dar cabida a todos en el abismo de nuestro corazón. Aristóteles decía que el alma es en cierta medida todas las cosas. El alma –en ese sentido- es un abismo que puede ser llenado de luz (Fe, Esperanza, Caridad y los frutos alegres de estas virtudes teologales) o de oscuridad (masticando resentimiento, revancha, rencor, etc.).
A modo de ejemplo un tanto duro pero pedagógico al fin, pienso en la actitud de la compañera de Herodes, Herodías. Ella parecía tener planes muy claros, y sabía muy bien lo que deseaba más que nada. Al contrario de su hija Salomé, que sin duda habría sido muy buena bailarina ¡pero sin saber quizás qué cosas pedirle a la vida! En los planes personales de Herodías no había lugar para otros. No hay lugar para Juan el Bautista a quien ella odiaba (solía decirle la verdad, y por eso no lo soportaba). Tampoco –parece- había lugar en su corazón para los sentimientos de su compañero Herodes (quien –aún con su terrible modo de ser- respetaba, protegía y escuchaba con gusto a Juan Bautista, sabiendo que era un hombre justo). Finalmente ¿había lugar para los deseos genuinos de su hija? ¡Porque no le ayuda a discernir, aún entre sus caprichos, qué cosa pedirle al rey! Herodías piensa como hacemos tantas veces nosotros: Herodes debe elegir entre el Bautista o “yo”… En esto es buena imitadora de su difunto suegro, rey de Judea, quien interrogaba a los Magos acerca del niño de Belén… pero no para rendirle homenaje (versión “oficial de la prensa”) sino para destruirlo, ¡no soportaba que alguno le hiciese sombra, aunque su corazón fuera ya tan oscuro!
Muchas veces, para decidir el futuro de nuestra vida, tenemos claro solamente quién ha de ser excluido; quién debe irse. Es verdad, en muchas ocasiones pensamos que nuestro futuro en una comunidad, cualquiera sea (local o parroquial, diocesana, de la Iglesia toda) dependerá de la ausencia de otro / otra (es decir: que se vaya).
En el proceso a Jesús, los sumos sacerdotes y fariseos convocaron un Consejo porque necesitaban deliberar para dar una respuesta a una pregunta clave: “¿Qué hacemos?” [Juan 11, 47]. Pero, recordamos lo que ocurrió: “Uno de ellos, llamado Caifás, que era Sumo Sacerdote ese año, les dijo «Ustedes no comprenden nada. ¿No les parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca la nación entera?» [Juan 11, 49-50].
Esto, análogamente, sucede aún hoy de muchas y variadas maneras. Pero no pasa solo o exclusivamente entre los –digámoslo de un modo simplista- “enemigos” del Señor o de la Iglesia. ¡También nosotros reaccionamos, como hemos comentado más arriba, según el modo del joven apóstol Juan! [Cf. Lucas 9, 49 y 54].
Vivimos en un mundo donde los grandes o poderosos de la tierra (más bien los que creen serlo) se ponen de pie y dicen severamente: “o conmigo o contra mí” (poniéndose en lugar de Dios). Subimos o bajamos el pulgar a nuestro capricho, perdonando o no la vida de los demás. De ese modo, llegamos a justificar exclusiones, marginaciones, acciones violentas, etc.
Cuando los propios discípulos de Juan el Bautista fueron a decirle que “aquel del que daba testimonio” también bautizaba, que todos acudían a él – creando quizás cuestiones de grupos y/o partidos-, el Precursor sentenció: “Nadie puede atribuirse nada que no haya recibido del cielo” [Juan 3, 27] y agregó: “Es necesario que Él crezca y que yo disminuya” [Juan 3, 30].
San Pablo, fue testigo de disputas parecidas, propias de celos entre discípulos y escuelas: “…Cada uno afirma: «Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas (Pedro), yo de Cristo». ¿Acaso Cristo está dividido? ¿O es que Pablo fue crucificado por ustedes? ¿O será que ustedes fueron bautizados en el nombre de Pablo?” [1ª Corintios 1, 12-13]. Por ello se hace eco de este espíritu evangélico cuando exhorta “Ámense cordialmente con amor fraterno, estimando a los otros como más dignos” [Romanos 12, 10] porque “Si alguien se imagina ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo” [Gálatas 6, 3].
Nos preguntábamos acerca de la mirada con la cual miramos al mundo, a los demás, a Dios. Ahora nos preguntamos quiénes tienen cabida en nuestro corazón. ¿Por qué aplicamos tan fácilmente en la vida de tantas comunidades la ley de la competitividad que justifica tanto la acción excluyente de tantos poderes en el mundo?
La verdadera raíz del bloqueo de nuestros corazones es –insisto una vez más – el narcisismo. El mirarnos a nosotros mismos, puede hacerse fácilmente un fenómeno “colectivo”; propio de un grupo o de grupos que se defienden “contra el resto” que –porque así lo creen- ¡no saben realmente valorar los propios talentos o conquistas! Vivir para sí o para los demás, esa es la cuestión.
No poder hacer un lugar para nuestros hermanos y hermanas en el propio corazón, provoca el rencor, la envidia. Si no existe la acogida y la capacidad de escucha, entonces el otro / los otros se pueden convertir simplemente en “enemigos”, y como tal deben ser… ¡descartados! (y esto lo podemos hacer de muchas maneras). Además, está visto que es muy fácil inventar justificativos para descartar o cancelar a los supuestos enemigos.
Al participar activamente en la vida diocesana y de las diversas comunidades hemos decidido y querido no elegir con quién o quiénes hacerlo. Así gustamos de lo que llamamos –porque es así- la Providencia de Dios. En efecto, sabemos y creemos que Dios ve – prevé – provee.
La vida eclesial nos enseña a poner nuestras manos en las manos de otros. Otros hermanos o hermanas, con quienes caminamos juntos en nuestras más diversas comunidades, con quienes colaboramos en la extensión del Reino, ¡podrán decirnos, pedirnos, incluso mandarnos esto o aquello (y nosotros a ellos)! En muchas ocasiones, “otros” nos pedirán alguna acción u omisión en conformidad a nuestra propia utilidad en Cristo y/o a las necesidades de dichas comunidades. ¡Ese es el bello horizonte de nuestra vocación cristiana como miembros de una diócesis, de un Pueblo!
Comprender nuestro lugar o puesto de responsabilidad en la misión, solamente desde las estrechas categorías de la ‘promoción’ o de la ‘punición’ significa realmente vaciar de contenido nuestra disponibilidad y libertad para dicha misión. Esas categorías podrían quizás aplicarse a empresas comerciales fuertemente competitivas, quizás a partidos políticos o incluso a las fuerzas armadas, ¡no a la vida eclesial fundada en el servicio!
Con ocasión de este 90º aniversario resuena aquella primera y precisa pregunta de Dios (la primera que Él hace al ser humano en la Biblia): “¿Dónde estás?” (Adán y Eva se habían escondido) [Génesis 3, 9]. ¿Dónde estás Pueblo de la diócesis de Bahía Blanca?
No es éste el lugar ni el momento para ventilar asuntos internos – cosas, casos, causas de la “casa”- pero al celebrar la vida que nos ha sido dada como don, es importante preguntarnos también por la vida de muchos hermanos y hermanas nuestros que, aunque perteneciendo a nuestras comunidades, hoy están lejos, los hemos alejado, los hemos dejado partir, etc.
Hoy debemos responder una vez más aquella pregunta inicial de la vida fraterna herida de muerte: “¿Dónde está tu hermano?” [Génesis 4, 9 a]. La respuesta no puede jamás volver a ser un simple y escurridizo “No lo sé ¿Acaso soy el guardián de mi hermano?” [Génesis, 4, 9 b].
Por ello, la vida cristiana nos propone una alternativa de la que no podemos, no queremos, ni debemos escapar. O somos “acusadores” de nuestros hermanos “acusándolos ante Dios día y noche” –tarea predilecta del diablo cuyo cometido también es que perdamos la memoria – [cf. Apocalipsis 12, 10], o –en Cristo- somos realmente para nuestros hermanos o hermanas, abogados, “defensores” [cf. 1 Juan 2, 1].
Un corazón, como el de Cristo, misericordioso y compasivo, que nos conoce y ama con amor de amistad, comunica a los demás esa misma alegría, ¡se hace evangelizador, misionero!
3. “De la abundancia del corazón habla la boca”
Mateo 12, 34
actuar – responder – proyectar
Jesús parece preguntarnos, como lo hizo a sus discípulos: «¿De qué hablan por el camino?» [Marcos 9, 33]; «¿Qué comentaban por el camino?» [Lucas 24, 17]. En fin, queridos hermanos y hermanas, ¿qué les preocupa? Responder a esta pregunta nos descubrirá de qué abunda nuestro corazón.
Quien evangeliza, es discípulo, apóstol, hombre o mujer de labios abiertos, para anunciar al mundo palabras de gracia y verdad. ¡Hablamos con Dios de los hombres, en la oración; hablamos a los hombres de Dios en la evangelización!
Quizás me han escuchado contar alguna vez una anécdota que ha quedado grabada en mí corazón. Recuerdo muy bien el día en que murió el famoso actor Vittorio Gassman (1922 – 2000). Vivía yo entonces en Roma y se multiplicaban las entrevistas y programas dedicados a este genio del teatro y cine italiano. Un amigo suyo –periodista- entrevistado por Radio Vaticana, recordaba que el artista fallecido le había confiado alguna vez: “La palabra está enferma y yo quisiera sanarla”. Como actor y conocido profesor de teatro –comentaba el periodista- Gassman se esforzaba mucho en hacerlo desde su campo de acción profesional.
Sin embargo, estoy seguro, esta frase escondía un sentir mucho más profundo que, también, puede ser el nuestro. En efecto: lo que pensamos; lo que guardamos en el corazón; lo que decimos con nuestros labios o lo que hacemos ¡no suelen caminar en la misma dirección! ¡No abunda la transparencia sino más bien la falsedad o mentira! (¡En este sentido nos bastaría recordar a Enrique Santos Discepolo en su famoso tango Cambalache!).
El Salmo 12, expresa el clamor de los justos frente a la mentira y la soberbia. El salmista suplica «Que el Señor elimine los labios engañosos y las lenguas jactanciosas de los que dicen: “En la lengua está nuestra fuerza: nuestros labios nos defienden ¿quién nos dominará?”» [Salmo 12 (11), 4-5]
Sabemos muy bien cuál es el inmenso poder de cada palabra. Somos muy conscientes del efecto que pueden provocar nuestras palabras (tanto aquellas que son realmente creativas y dan vida; como las que destruyen, hieren o matan).
Buscando recordar para adquirir un corazón sensato, sabio (por eso celebramos este jubiloso aniversario) me pregunto y les pregunto finalmente: ¿Cuáles y cómo son las palabras que pronunciamos?
Nuestras palabras o lenguaje manifiestan la calidad de nuestra mirada y corazón. De una mirada y corazón contemplativos surgen palabras de gracia y verdad, palabras que ofrecen a los demás el fruto de lo contemplado.
Una lección que hemos olvidado demasiado fácilmente es el significado de la “analogía”. La reconocemos al contemplar la obra creadora de Dios; en las variadas expresiones del lenguaje; ¡en la misma belleza “sinfónica”, “policromática”, “poliédrica” de la Biblia – Palabra de Dios! ¡En el significado mismo -tan variado y rico- de misma expresión o vocablo: “Palabra”!: La Revelación es la voz de la Palabra; Jesucristo es el rostro de la Palabra; la Iglesia es la casa de la Palabra y –finalmente- la misión evangelizadora de la Iglesia manifiesta los caminos de la Palabra[6].
En este sentido, cuando la Palabra de Dios se refiere a las “palabras” que pronunciamos, también señala “lo que hacemos”, es decir, nuestros gestos, acciones, ¡nuestras obras! Las “manos” ciertamente, prolongan el sentir del corazón. Manos que se abren y ofrecen a las necesidades de los demás; manos que siembran; indican y animan a recorrer caminos de verdad. Manos que se cierran, acusan, amenazan, lastiman y matan ¡o simplemente –en actitud omisa- se meten en el bolsillo, para irse despacio, silbando bajito, agachando la cabeza y mirando para otro lado!
¡No se asusten! Así como no me sentido capaz de ofrecerles una conferencia académica histórica, tampoco quiero terminar este mensaje con disquisiciones filosóficas que –reconozco- me exceden; así es: “¡Una ciencia tan admirable me sobrepasa: es tan alta que no puedo alcanzarla!” [Salmo 139, 6].
Las palabras que pronunciamos (-palabras, obras, omisiones-) pueden o no trasmitir la verdad del ser, de lo real. A veces sólo sabemos ofrecer palabras “equívocas”, que expresan cosas totalmente diversas, aunque aparentemente sean semejantes o suenen igual. Por eso, entre ellas no hay conexión profunda, no existe una verdadera, sabia y sensata relación entre ellas (quizás si la hay, solamente sea muy superficial). De este modo no podemos formular o comunicar concepto alguno. En síntesis: pueden ser un puro “bla-bla” inconsútil que provoca la ausencia de verdadero diálogo (logos de a dos, o razones compartidas, discernidas, ponderadas, etc.).
Es verdad, sin una conexión profunda desde lo que conversamos o decimos podríamos caer en la dictadura del relativismo (algunos hablan del pensamiento débil).
En ocasiones, en cambio, pronunciamos acerca de todo, en todo momento, para todos, palabras “unívocas”. Todo ha de ser interpretado de una manera única ¡sin matices o excepciones! Entonces, verdaderas, buenas y bellas expresiones como “comunión”, “doctrina”, “costumbres”, “tradiciones”, “fe”, “disciplina”, etc. se pronuncian y entienden de un sola y absoluta manera; sin matices, sin contextos, sin coyunturas; sin que las circunstancias de tiempo y/o espacio puedan decirnos “algo”; sin que se pueda penetrar una realidad desde diversas perspectivas ¡análogas! (se habla entonces del pensamiento único).
Si nuestras palabras son siempre unívocas, no hay lugar alguno para la necesaria docilitas y por lo tanto para la prudencia. La docilidad consiste simplemente en «la capacidad de ‘saber’ – ‘dejarse’ – ‘decir’ – ‘algo’». La docilidad es la aptitud nacida de la simple voluntad de un conocimiento real, que implica siempre y necesariamente auténtica humildad.
Parece mentira, pero no hay nada como el Evangelio de Jesucristo para ayudarnos a relativizar muchas cosas, ¡tantas cosas! Si no fuera así fomentaríamos con nuestro lenguaje fundamentalismos que no darían lugar a matices. El fundamentalismo –lo sabemos- no podemos circunscribirlo sólo a otras religiones o confesiones.
Nuestra palabra debe ser portadora de la apasionante belleza del ser. Partiendo de esta verdad metafísica podemos comprender cómo la Palabra, con mayúsculas, que leemos, oramos, contemplamos y “profesamos” (porque hacemos en ello una “profesión” de Fe), ¡ha puesto su morada entre nosotros! Esa Palabra (con mayúsculas) puede sanar nuestras palabras (con minúsculas). El salmo citado reza también: “Las palabras del Señor son palabras sinceras, como plata purificada en el crisol, depurada siete veces” [Salmo 12 (11), 7].
¡Los profetas no son adivinos, ni leen en las manos el futuro de las personas o del mismo Pueblo de Dios! Los profetas leen la realidad, la historia, a la luz de la Palabra de Dios. Eso les permite trascender el momento; mirar más lejos; más allá de las circunstancias de tiempo y espacio. El profeta contempla a través de esas circunstancias aquello que es fundamental. Si no fuésemos capaces de leer la historia a la luz de la Palabra, seríamos simplemente analistas de sistemas, analistas políticos, analistas sociológicos… ¡Pero no evangelizadores, catequistas, predicadores, servidores!
Los profetas leen la Palabra de Dios tomándole el pulso a la historia. Porque Dios se manifiesta a través de los signos de los tiempos. La lectura de los signos de los tiempos nos ayuda a descubrir que muchas cosas son relativas sin por ello caer en el relativismo. El Evangelio también nos ayuda a distinguir entre aquello que es sustancial y accidental, entre lo importante y lo que no lo es.
Al celebrar este aniversario tan especial ¡90 años!, miremos el pasado, para preguntarnos hoy, soñando el futuro de la diócesis: ¿dónde estamos evangelizando? (nuestra presencia en el territorio y en la Iglesia) y ¿cómo evangelizamos? (la fuerza de nuestro testimonio), y ¿a quiénes les hablamos? (los destinatarios de nuestra misión).
En el rito de ordenación diaconal (tanto de los Diáconos “permanentes” como de aquellos que caminan hacia el presbiterado), cuando el Obispo entrega el libro de los Evangelios al nuevo diácono lo exhorta: “cree lo que lees, enseña lo que crees, vive lo que enseñas”. Es una llamada que puede extenderse análogamente a todo cristiano o cristiana.
Jesús dijo a los apóstoles: “Ustedes serán mis testigos”. Ser testigos significa ofrecer la experiencia de Cristo vivo. Son muchos los que hoy nos dicen –como los griegos al apóstol Felipe- “Queremos ver a Jesús”. ¿Cuántas veces lo descubren en la palabra que nosotros les distribuimos como verdadero Pan?
San Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi también nos preguntaba: «¿Creen verdaderamente en lo que anuncian? ¿Viven lo que creen? ¿Predican verdaderamente lo que viven?[7]»
Que el Señor nos enseñe a calcular nuestros años ¡para tener una mirada abierta, contemplativa sobre el mundo, nuestros hermanos y hermanas, sobre Dios! ¡para vivir con un corazón abierto, evangélico, en donde todos tengan un sitio sin exclusión! ¡para ser auténticos anunciadores, predicadores –labios abiertos- de la Buena Noticia en todos los confines de la tierra!
4. “Hagan todo lo que Él les diga”
Juan 2, 5 b
caminar
Recordemos aquella mujer anónima que -en medio de la multitud- levantó la voz y, con gran admiración, dijo a Jesús: “¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!”. Jesús le respondió: “Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” [Lucas 11, 27 -28].
La Palabra se hizo carne en el seno de María y habitó entre nosotros. En dos ocasiones Lucas nos recuerda, hace memoria y concluye: “María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón”; “Su madre conservaba estas cosas en su corazón” [Lucas 2, 19 y 51].
Esta fiesta nos invita a mirar el pasado con gratitud. Por todo lo que el Señor ha hecho por nosotros, con nosotros y en nosotros en estos 90 años de historia ¡cantemos alegres como lo hace la Bienaventurada Virgen María! Con ella entonemos nuestro cántico de acción de gracias: ¡Magnificat! – “Mi alma canta la grandeza del Señor y mi espíritu se estremece en Dios mi Salvador, porque él miró con bondad la pequeñez de su servidora” [Lucas 1, 46].
El Señor nos anima también a fijar nuestra mirada, centrar nuestro corazón y dinamizar nuestra predicación hacia el porvenir. No podemos simplemente vivir esta fiesta desde nuestra historia. Este pasado que celebramos nos impulsa a abrazar el futuro con esperanza. Como María es necesaria también una renovada disponibilidad total para con Dios. ¡Hagamos nuestras sus palabras!: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho” [Lucas 1, 38].
¡Pero el Evangelio invita a vivir el «Hoy»! ¡Hoy quiere el Señor alojarse en nuestra Iglesia particular de Bahía Blanca! [cf. Lucas 19, 5]. Él –a quien pertenece el tiempo y la eternidad- nos exhorta a vivir el presente con pasión. Nuestra Madre y Señora de la Merced sigue señalando a Jesús animándonos una vez más, como en Caná de Galilea: “¡Hagan todo lo que Él les diga!” [Juan 2, 5].
Por ello: “¡Seguimos caminando con María, Esperanza renovada y memoria agradecida!”
Bahía Blanca, 20 de abril de 2024
+ Fray Carlos Alfonso Azpiroz Costa OP
Arzobispo de Bahía Blanca
[1] El 11 de febrero de 1957, Pío XII elevó nuestra diócesis como Arquidiócesis.
[2] Cf. Carta de San José Gabriel del Rosario Brochero a Mons. Juan Martín Yáñiz, Obispo de Santiago del Estero (1913).
[3] Jorge Manrique en Coplas a la muerte de mi padre.
[4] Summa Theologiae II-II, q. 188, a. 6
[5] Cf. Josef Pieper, Las virtudes fundamentales, Introducción – Prudencia
[6] Recomiendo la lectura del Mensaje al Pueblo de Dios de la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (octubre de 2008); Cf. Benedicto XVI, Exhortación Apostólica postsinodal Verbum Domini de Benedicto XVI (30 de septiembre de 2010), n. 7 Analogía de la Palabra de Dios.
[7] Evangelii Nuntiandi n. 76